¿Qué tenía que hacer ese mochilero?
¿De verdad era una opción salir del saco donde yacía medianamente cómodo, juntar todas sus cosas y seguir a su compañero hacia la noche oscura de Quellón?
Eso que para cualquiera podía significar una fatalidad por donde se le mirara tenía algún dejo, sólo un dejo, de imperativo categórico. A esa hora y cuando afuera el frío y, para mayor desgracia, el viento arreciaba de forma inmisericorde. Así es Quellón. No conviene que a uno lo echen de una casa a medianoche si está pasando por esa ciudad. Puede que en Arica una situación así no sea tan terrible, quiero decir dormir a la intemperie, pero en Quellón jamás hay que correr semejante riesgo. Ustedes podrán contestar: entonces qué queda para Aysén. Se pueden decir muchas cosas. Y en parte competir en busca del peor lugar. Lo cierto es que el compañero estaba ebrio y no paraba de hacer escándalo y el encargado y guardián del albergue había decidido echarlo de un ala. En ese tiempo no se había acuñado el concepto de zorrón y vaya que hubiera venido bien. Algunos tratábamos de dormir en el mismo lugar, un gimnasio alto que hasta donde recuerdo tenía el piso de madera. Quizá nos habían facilitado colchonetas. Quizá ya estábamos durmiendo y nos despertamos por los gritos.
Se habla mucho de estas decisiones. Se miente mucho. Nosotros que vimos la escena con algún alivio (siempre alivia que a un curado odioso lo echen de donde está provocando desorden) puede que al constatar el modo chilote de resolver el problema no le hayamos tomado el peso a lo sucedido. Lo habitual –supongo que es lo que se espera- es que un amigo verdadero se levante y desafíe al guarda del albergue y que, ante la amenaza de llamar a carabineros, decida acompañar solidariamente al ebrio no sin antes golpear puertas y ventanas insultando con bajeza a todos los ahí reunidos. Cuando finalmente logran sacarlo a la rastra por lo menos ha destruido un baño.
Pero en esos albergues del INJ (Instituto Nacional de la Juventud), más tarde INJUV, las cosas se hacían a la antigua. No había esa solidaridad mal entendida de la que tanto se habla en estos tiempos aciagos. Esa solidaridad canera. Uno podía renegar de la amistad y como consecuencia de ello quedarse en el saco, medianamente abrigado y cómodo, quizá sobre una colchoneta prestada, mientras el compañero era sacado a la calle, súbitamente lúcido y llorando, sin saber lo que ahí afuera podía esperarle. Y eso que podía esperarle era variado: carabineros, gente afuerina malintencionada, pescadores con trago en el cuerpo y ganas de cometer abuso, otros mochileros haciendo grupo para sobrevivir en algún páramo húmedo y maldito. Y, en el peor de los casos, ese lote de seres espectrales que en esos lugares salen del mar o del bosque tratando de hacer todo el daño posible antes de que llegue el amanecer.
Antes de que los múltiples escándalos obligaran a modificar la sigla a INJUV, el INJ alcanzó a lanzar un plan ambicioso para habilitar albergues a lo largo de todo el país destinados a mochileros de bajo recursos. Se pagaba muy poco. Quizá eso fue en el 94 o 95. Es poco la información que hay al respecto. Encuentro un texto de Jurisprudencia Administrativa de SII de 1995 donde se señala que “el Instituto Nacional de la Juventud, organismo dependiente del Ministerio de Planificación y Cooperación, solicita se le declare exento de los impuestos que pudieran gravar al servicio que presta para procurar hospedaje a personas jóvenes, actividad que ejerce en el desarrollo del denominado Programa de Albergues Juveniles”. En el texto se menciona el objetivo de poner al alcance de todos una forma barata y fácil de recreación y conocimiento del país. Se solicita la exención tributaria ya que los ingresos que el programa genera sólo cubren una pequeña parte del costo de la prestación.
Falta la historia de estos albergues. Es poco lo que se dice del INJ (luego INJUV) y menos de este programa transitorio y, a la manera concertacionista, bien intencionado. Por lo demás sería raro que hubiera mucho más escrito sobre una política así de precaria y lastimera, deudora espiritual de las colonias urbanas de los jesuitas y de sus cabañas parroquiales en el litoral central, bien consolidadas en las postrimerías del régimen sin que nadie sospechara, ni siquiera los que ahí veraneaban, su intencionalidad política.
Esta red de albergues daba trabajo temporal a gente de la localidad. Se supone que era un trabajo seguro. Los mochileros tenían que obedecer las pocas reglas que ordenaban la convivencia en un lugar que habitualmente debía lucir limpio, pacífico y sin olor a alcohol o vómito. El albergue de Ancud estaba al borde de la desobediencia. No tenía buen aspecto y un cierto tufillo a cocimiento de marisco mal preparado se había apoderado de la cocina. Pero supimos partir de ahí a tiempo. Lo malo que iba a pasar se demoraba todavía su poco y uno lograba incluso dormir mientras la lluvia golpeaba el techo de esa escuela transformada en hospedería, sin que nadie presentara un episodio de locura por consumo de hongos ni tratara de acuchillar a un compañero de pieza. Nada que vaticinara una revuelta a la manera de una casa del SENAME. Con carabineros disparando a las piernas de internos enfurecidos armados de piedras y palos. Ni siquiera el arte callejero había invadido todavía estos dispositivos. O sea que nadie estaba ahí parapetado. Ocupando espacios, consciente del contenido político de todo lo que se hiciera, en actitud desafiante, dispuesto a lo que fuera necesario cuando las condiciones históricas así lo requirieran.
Pero en 1994 es seguro que ni en Ancud ni en Quellón había un protocolo para el caso del mochilero de la medianoche. Es poco lo que sabemos al respecto. Y no es que hubiéramos hecho gran esfuerzo por averiguar más. Es lo que nos tocó presenciar. No sé si esto es lo que llaman un terceo. El mochilero tuvo que irse solo porque su compañero de viaje, cabreado por el escándalo que no tenía justificación y temeroso de lo que había afuera en la soledad espeluznante de Quellón, no hizo amague de seguirlo. Acá hay un aspecto de lo sucedido que resulta por lo menos extraño. Si bien no siguió al muchacho zorrón tampoco renunció del todo a la idea de continuar el viaje en su compañía porque, cuando sacaban al ebrio casi llorando, le gritó: mañana nos juntamos en el barco. Nosotros también íbamos a subirnos a ese transbordador con la intención de cruzar a Chaitén. Al día siguiente, muy temprano, estábamos arriba esperando que levaran anclas cuando vimos que se aparecía el mochilero temeroso –finalmente arrepentido- buscando al expulsado. Cuando se dio cuenta que no iba a encontrarlo ahí y queriendo a toda costa reparar su ignominia decidió bajarse y esperar en el muelle. Tanta era su juvenil preocupación.
Uno no se prepara para una desaparición. Por lo demás ya de joven uno se va poniendo insensible y egoísta y por tanto sufre poco cuando suceden cosas así. Cuando el barco ya se alejaba de Quellón y todavía en el muelle se divisaba al mal amigo preguntándose si el expulsado estaría muerto e incluso flotando en el mismo mar enigmático que observaba con angustia, nosotros sólo pensábamos en devorar las pocas provisiones que llevábamos encima. Pan, mermelada. Con suerte, queso.