Una de las cuestiones más llamativas y sobre todo significativas de este tiempo fuera del tiempo llamado 2020 es la viralización de unos videos, y sus infinitas mutaciones humorísticas, en los que se ve a cortejos fúnebres con sepultureros bailando.
Vienen de Ghana, África occidental, donde algunos deudos despiden a los suyos con una peculiar puesta en escena: al son de una música (que originalmente es una canción local y en las meme-versiones otra ya devenida emblemática que suena a tecno noventero tipo Haddaway o Corona, pero que es la canción “Astronomy” de Tony Igy, un joven músico electrónico ruso), se ve a seis hombres negros contratados para cargar el ataúd, ataviados de terno, gorro, lustrados zapatos bicolor y lentes de sol y moviéndose en gimnásticos pasos de baile que buscan, se dice, celebrar la vida del difunto y aligerar el pesar de los deudos.
Es una forma fúnebre entre muchas, pero en Occidente hace rato que no es la forma. Lo que no significa que no sea la forma: no lo venía siendo, y aún no lo es, pero podría serlo. O volver a serlo, según dónde. El hecho pone en cuestión –más allá del efecto catártico que supone la mutación global del ritual en meme fatídico–, la forma en que, valga la paradoja, se vive la muerte en Occidente en esta época. No cómo se muere, por supuesto, sino cómo los que quedan (y los que agonizan) viven el morir. Y si la risa es, entre otras cosas, una forma de asimilación de lo que nos supera, podemos decir sin exagerar que la masiva conversión en meme del rito referido es una manera que tiene Occidente de re-hacerse a la idea de la proximidad, del señorío incontrarrestable de la, como dijera Neruda, “poderosa muerte”.
Los funerales bailados de Ghana son algo excéntrico porque en Occidente, según escribe Philippe Ariès, la muerte, de la mano del capitalismo financiero, está expulsada de la vida social.
Hay una investigación monumental que se llama Morir en occidente, del historiador francés Philippe Ariès, que muestra cómo el morir está oculto en el mundo contemporáneo, que se cree inmortal y superpoderoso, creencia que es el gran sostén ideológico del capitalismo financiero. Hasta que viene un virus y pone los puntos sobre las mortuorias íes. Ariès se enfoca no tanto en las formas de morir, que sí, como en las “actitudes ante la muerte”. Parte su análisis en el año 1000, donde la muerte era “familiar, cercana y atenuada”, pues se moría en la casa, ya que las enfermedades y los tipos frecuentes de deceso no eran repentinos. Se moría como una cosa de la especie, no tanto como un destino individual, y la habitación del moribundo se abría a todo aquel que iba pasando, niños incluidos, pero sin dramatismo.
Esto, dice Ariès, hasta que lentamente la muerte fue adquiriendo “una carga emocional de la que antes carecía”, de manera tal que, al promediar la Edad Media, el occidental “se reconoce a sí mismo en su muerte: ha descubierto la muerte propia”. Esto, a su vez, duró un buen tiempo y luego vino lo que Ariès identifica como un tercer momento en la relación humana con la muerte: a partir del siglo XVIII el ser humano la exalta y la dramatiza “al mismo tiempo que no está tan preocupado por su propia muerte, y la muerte romántica, retórica, es ante todo la muerte del otro”. Entonces surge, o más bien cobra protagonismo, el duelo. Debido a una “nueva intolerancia ante la separación” surgen con fuerza las lápidas y los deudos, que reemplazan a médicos y sacerdotes en la organización de la muerte, el destino sepulcral y la memoria del fallecido. En esta línea, de algún modo, se inscribe la práctica fúnebre de Ghana de acompañar con vistosos bailes coreográficos al féretro.
Si la risa es una forma de asimilación de lo que nos supera, la global conversión en meme del funeral bailado es una manera occidental de re-hacerse a la idea de la proximidad de la muerte.
Pero lo de Ghana es una excepción en esta época, algo pintoresco y excéntrico, porque en Occidente, según escribe Ariès, estamos –o estábamos hasta 2020– en una cuarta etapa de la mano del capitalismo financiero desatado donde la muerte está expulsada de la vida social, arrinconada. Por eso andar trayendo a la mesa más congoja de la estrictamente necesaria es muy mal visto. El recato la lleva, hacerla corta, no quedarse pegado. El pundonor reemplazó a las lloronas y los velatorios regados, los cementerios parque a los cementerios monumentales porque el duelo “se ha convertido en un estado mórbido que es preciso controlar, abreviar, borrar”. Del embalsamamiento a la cremación hubo toda una revolución, digamos. Se produjo, de hecho, toda una inversión y lo que antes era un tabú, la sexualidad, pasa a ser materia cotidiana, y la muerte, que antes era materia cotidiana, pasa a ser un tabú.
Que muera la muerte, parecía ser la consigna de estos tiempos que la pandemia ha puesto en crisis tan a fondo que una práctica cultural originada hace unos años por unos sepultureros africanos está inusitadamente instalada en el centro del discurso global, aunque aún en fase irónica y catártica. La muerte bailada, expuesta a la mexicana, empieza a quitarle piso a la muerte tapiada.
Aunque nunca se sabe y quizás qué exacta forma de relación con la muerte venga ahora. Cómo se morirá y como se despedirá a los muertos en el siglo XXI es algo que está por verse. Lo cierto es que ese miedo o terror a la muerte propia y a la de los cercanos ha vuelto a la primera línea de la conciencia cotidiana, y tanto su proximidad como su inminencia se matiza o conjura hoy echando mano a una de las dos milenarias vacunas del ser humano ante la mortalidad: la risa, siendo la otra la cópula.