Hace unos días, sucedió un hecho inédito en nuestra isla. En el sector rural de Punta Chilen, un grupo de vecinos impidió el ingreso de vehículos que traían una casa en enormes módulos y a los recientes compradores de un terreno. Al parecer se trataba de personas que buscaban un lugar “donde descansar sus huesos”, según sus propias palabras. El mismo escalofrío que recorre toda la médula del largo país, empujó a los campesinos a plantarse delante de la tierra y enfrentar a los recién llegados durante horas, hasta obligarlos a retornar a Chacao y subir al transbordador. No dejaron de protestar hasta que la embarcación despegó de la costa y así, expulsaron a los ajenos.
Contrasta esta actitud con la legendaria hospitalidad chilota y con el recibimiento que se ha dado a tanto inmigrante chileno y de varias otras nacionalidades latinoamericanas que se han fundido en la vida cotidiana ejerciendo las más diversas labores, desde cobradores de estacionamiento hasta médicos; desde comerciantes hasta empleados de tiendas o restaurantes.
¿Cuáles fueron las palabras que se cruzaron como armas en el enfrentamiento? La desigualdad, primero. Esta vez expresada en el tránsito de vehículos pesados mientras a ellos, como pequeños agricultores, no se les permite el movilizarse para vender sus productos agrícolas y así cubrir sus gastos básicos. Alegan que no hay locomoción, que no tienen permisos para trasladarse. El sentimiento de postergación que anida en lo profundo del alma de Chiloé ha salido como pus de la herida y, como toda reacción exaltada, viene cargada de temas profundos no resueltos, no hablados. Uno de ellos, y serio, es el tema de la venta de tierras en todo el archipiélago y la instalación de enormes mansiones y formas de vida que poco tienen que ver con la cultura tradicional. Los viajeros aducían que contaban con permisos, pero para los vecinos, eso no eliminaba el hecho de que “ustedes son los ricos y tienen privilegios”.
Después de nueve meses encerrados por la peste, el ánimo se sostiene a duras penas. Ya no bastan los notros florecidos ni los rododendros que sostienen sus flores a pesar del viento. Ahora estamos en cuarentena total, hay amigos enfermos de Covid y corren en sordina teorías conspirativas que – seguro – prolongarán nuestro encierro. Pareciera que de tanto acercamiento a la desgracia, el ánimo se endurece y los viejos dolores vuelven, como esa puntada en los huesos cuando hay frío.
Si de heridas se trata, han circulado por las redes sociales, datos de cómo se vive la pandemia al margen de la mirada oficial: la Isla Quenac, por ejemplo, declaró doce casos de enfermos Covid y casi al mismo tiempo, la ausencia total de recorridos de lanchas. Por lo tanto, no tenían atención médica, posibilidades de comprar insumos básicos ni medicamentos. Lo sabemos porque los mismos vecinos organizados han dado cuenta del abandono que se vive en las islas. “Es que somos isla chica, señorita” repiten con una resignación antigua para explicarse la situación.
Pero lejos de quedarse en la victimización, el ánimo es otro entre los quenacanos. Ellos se reúnen y organizan. Conmovedora es la campaña del centro juvenil Corazón de Tierra que reunió videos de jóvenes profesionales originarios de Quenac que están repartidos por el país: ellos dan consejos para paliar síntomas con elementos que puedan conseguir en la isla, refuerzan medidas higiénicas, proponen formas de reconocimiento de síntomas, cómo hacer y usar mascarillas, desinfección de hogar, sugerencias de alimentación en pandemia.
Como otras veces en la historia de la humanidad, con la llegada de la peste se han desnudado las profundas heridas de nuestro sistema de vida. Las tremendas injusticias; las diferencias entre clases adineradas y los demás, no solo duelen, sino que han despertado una ira que dormía por décadas.
“Voy a morir. No me quejo de una suerte que comparto con las flores, con los insectos y con los astros. En un universo donde todo pasa como un sueño, sentiría remordimientos de durar para siempre.” dice Marguerite Yourcenar en un texto. Es una bella forma de entender nuestro destino natural, sin embargo, en este tramo, cuando respiramos y soñamos todavía, necesitamos dignidad. Esa condición más valiosa que el oro para nosotros, los chilotes.