A las siete de la mañana abrí un ojo, o los dos quizás, miré a mis hijos y volví a cerrarlos hasta las 10. Estábamos en un viejo campo perdido en la zona central donde ninguna conexión, ni telefónica ni televisiva, llegaba ni remotamente, por lo cual ese era el tercer tranquilo amanecer de un total retiro veraniego, pero también el último. De la cama al desayuno, ese día, del desayuno al estanque de agua helada, del agua helada a la mesa, de la mesa a una siesta y a dos páginas de Sam Shepard y luego un café y al auto, de vuelta a la ciudad, a la casa. Ya el camino anticipaba un giro hacia la aventura, por las pendientes arcillosas y la inmensa altura que a la ida no habíamos dimensionado, pero todo se precipitaría al llegar a casa. Al llegar a casa y encontrar la puerta abierta y el marco destrozado en el suelo.
En un segundo entendí que se habían metido, en el siguiente que podían estar ahora mismo adentro y en un tercer segundo me devolví para evitar que los niños pasaran, entonces entré y vi que todo estaba en orden, ni un libro en el suelo, ni los discos, la radio, el televisor, pero en el segundo piso el cuadro era otro, todo en el suelo, ropas, veladores, cajones y colchones dados vuelta. Faltaban dos computadores, algunas minucias y de la entrada, la caja con las monedas.
Les explicamos a los niños lo ocurrido bajándole lo más posible el perfil, llamamos a la comisaría (el carro no tenía disponibilidad hasta una o dos horas más), le avisé al vecino y al cabo de un rato, cuando ordenábamos el desastre del segundo piso, vimos desde la ventana pasar por la vereda a una pareja que llamó nuestra atención, por la conversación telefónica impostada que ella simuló y por producirse una tensión tan innegable como intangible, entonces ambos miraron hacia nuestra ventana y de pronto mi mujer en un rapto de lucidez corrió a la pieza de los niños y miró detrás de la puerta; apenas me alcancé a preguntar qué hacía cuando volvió y me dijo la mochila que lleva es de los niños. Entonces en un rapto de osadía que ahora me asombra salí corriendo, tomé el palo con que suelo remover las brasas al hacer asados y los perseguí para preguntarles, no sin cierta cordialidad que ahora me ofusca, de dónde habían sacado esa mochila. Ella iba tres o cuatro pasos delante de él, que me respondía con evasivas torpes y apurando el tranco, pero sin largarse a correr ni volverse a agredirme. Ante sus negativas, no supe bien qué hacer, cómo seguir. Volteé a ver si había alguien y vi que venía mi mujer calle abajo también en pie de guerra y eso me aleonó a volver con el tipo y al insistirle me dijo que eran las weás de su polola, que qué chucha quería y entonces le dije a ver muéstrame qué llevai y cuando rápido abrió la mochila alcancé a ver adentro enrollada la otra mochila que faltaba en la casa y entonces le dije devuélvemelas culiao y levanté el palo en un gesto menos mío que de la especie, ancestral, de ataque, lo cual lo hizo aflojar y soltarme, junto a un lote de insultos, la mochila (y un bolso robado a un vecino). Entonces mi mujer corrió tras la ladrona, que se escapaba con una tercera mochila y que al verse perseguida también la soltó. De lo que vino después sólo recuerdo a la pareja huyendo por entre los autos de la calle principal, ella más veloz que él, mientras yo les devolvía, con intereses, el rosario de insultos, generando una atención entre peatones y automovilistas que ha de haberles aterrado.
Volví a la casa, los niños estaban con una expectación que nunca una película ni nada les había generado, abrimos las mochilas, estaba todo, se alegraron por la recuperación de las monedas que suelen traficar en compras de almacén, volví a llamar a la comisaría, cuyo cabo a cargo no ocultaba al teléfono su asombro por lo narrado. “Impresionante”, me decía, “impresionante lo que me cuenta”. Luego vino limpiar, comentar entre nosotros y con los vecinos lo ocurrido, ordenar las ropas y, cómo no, reponer y atornillar el marco para poder pasar una noche resguardados por una puerta, como Dios manda.
Esa noche me quedé en vela cuidando el sueño de los míos y pensando que el cuerpo debe leer y calibrar antes que la mente las circunstancias de peligro, y que quizás en este caso supo descifrar que eran unos rateros primerizos por el hecho de devolverse por la misma calle y con las mochilas puestas, y por el hecho, luego, de entablar diálogo al encararlos, aunque fuera a punta de chuchadas, en vez de agredirme o sacar un fierro o correr. Mientras la intuición hacía esas evaluaciones, conjeturo yo ahora, también lidiaba con una fuerte impresión de inverosimilitud. Y el resto fue la buena suerte de nuestro lado y la mala del de ellos, que además perdieron en las mochilas recuperadas dos cocacolas heladas que seguro pensaban disfrutar junto al botín.
Y así fue como me tranquilicé, aunque ya la serena vida campesina había quedado definitivamente atrás.