Las incomodidades comenzaron en la previa, ya hecho el ingreso clínico. “Permisooo”, dijo la enfermera, “toca afeitar”.
No estaba sola, ni yo. En la camilla de al lado, un conconino de unos 50 años esperaba para circuncidarse (“y aprovecharé de vasectomizarme como usted, porque tengo seis hijos y ya chao, pero no me canso de hueviar, ajajajaja”). A la enfermera, en tanto, la acompañaban seis estudiantes de enfermería que hacían la práctica en esa vieja clínica, de poca luz y paredes descascaradas.
Entregado a todo, no puse reparos a la presencia de las practicantes. Lo realmente incómodo era la conversación que, al son de la rasuradora, el conconino insistía en tener: “Quiero puro salir rápido de esto y tomarme un traguito rico mirando el horizonte con mi cochita pechocha, ajajajaja”.
Ya en el pabellón, entre el indisimulado apuro del doctor, su conversación en clave y las risas cómplices de la anestesista, un tirón como si en mi interior diez niños estuviesen jalando la cuerda de una piñata me hizo sentir una fatiga fulminante. “¿Todo bien? Está blanco”, fue lo último que escuché. Cuando volví en mí acusé una sensación de vacío que iba desde la ingle hasta la laringe y de la cual seguiría sabiendo, esporádicamente, por casi un año.
El viejo recurso de Onán es maravilloso, salvo que estés en el baño de un laboratorio clínico mientras al otro lado tres enfermeras discuten sobre la reducción de personal y la nueva planilla de turnos.
Terminada la faena, a la pieza. Felizmente, el conconino estaba ya en pabellón y mi recuperación sería en solitario. “Tiene que esperar que pase el doctor y le dé el alta”. Una hora y media después pasó, miró, tocó y dijo impeque, estamos listos. Y se fue entre saludos y bromas. Pero olvidó dejar firmada el alta.
Quedé esperando nada en esa pieza un gris día de junio mientras por la ventana veía a mi hermano parado junto al auto, fumando. Sin celular, golpeaba la ventana para hacerle señas de que ya iba. Pero no lograba contacto. Parecía personaje de Gumucio. En la tele de la pieza el notero de un matinal entrevistaba a un kiosquero al que una autopista había dejado bloqueado, sin transeúntes.
Pasaron los minutos, una hora, dos; en la tercera me apersoné en el hall de entrada para amplificar el reclamo que, pese a mi alharaca e insistencia, por citófono no tenía efecto. Toda paciencia tiene un límite: nadie quiere que le rompan de modo tan literal y redundante las pelotas.
-Han pasado tres horas, el doctor me comentó que se iba a operar en otro hospital. Pero me dijo que ya estaba listo para irme.
-Sin el alta no lo puedo dejar salir.
-Me está empezando a doler mucho. Por favor. Necesito ir por los analgésicos y antiinflamatorios.
-Acá se los podemos suministrar.
-¿De cortesía?
-Tendrían costo aparte.
Ni modo: 30 veces lo que en la farmacia. El celular del doctor seguía apagado. En eso entró mi hermano y le dije que estaba prácticamente secuestrado, que hiciera algo, que llamara a la PDI. Lo dije por decirlo pero sirvió, porque al rato me hicieron firmar una delegación de responsabilidades o algo así y pude salir, cojo.
Vinieron días de crecientes molestias y de moretones, de dificultad de movimiento y de ausencia de un punto fijo indoloro. Particularmente afectada se vio la gónada derecha, que al mínimo contacto con la pierna aullaba. La escueta licencia médica venció y, ya de vuelta en la rutina laboral, un lunes algo lluvioso, lo pasé pésimo, ensimismado en la quietud evitando roces dolorosos y tallitas de voz aflautada.
Ha de haber, además de las llamadas “necesidades de la empresa”, alguien que funge de promotor de los despidos, un reductor de costos que se bonifica en la pasada.
Al terminar el día, asegurándome de ser el último para ahorrarme explicaciones, junté valor y bajé lentamente a tomar un taxi. Pero estaba cortada la calle, más arriba había protestas. Con un esfuerzo que consideré heroico caminé dos cuadras para pillar uno. Salimos a la Alameda en un punto en el que, pese a lo previsto, fue imposible seguir la ruta por las protestas, que se habían desplazado. No quedó sino avanzar, por un taco, en dirección contraria a mi destino.
Cuando después de mucho tomamos Santa Rosa para devolvernos, el taxímetro alcanzó el tope del efectivo que andaba trayendo. Chispeaba. Cojeando y mordiéndome los cachetes para contrarrestar el dolor, caminé hacia el metro Santa Lucía, pero al llegar a la Alameda, como en una pesadilla, oí el murmullo y las sirenas: la masa venía escapando de guanacos, zorrillos y piquetes.
Con mi mochila y mi polerón canguro no me distinguía mucho de los huidores. Correr era simplemente imposible. Hube de quedarme en el paradero con cara y pose de adulto. Luego bajé las escaleras del metro como quien sube el Everest, llegué a casa contrahecho y al cabo de unos meses vino el espermiograma: ir a la clínica a verter una muestra de semen para ver si desaparecieron o no los espermatozoides. En sí mismo, el viejo recurso de Onán es maravilloso, salvo que estés en el baño de un laboratorio clínico mientras al otro lado de la puerta tres enfermeras discuten sobre la reducción de personal y la nueva planilla de turnos.
Cuento todo esto para ser muy gráfico al decir que hay situaciones difíciles y dolorosas que, pudiendo darse en buenos términos, a veces se dan en los peores. Como los despidos masivos que han ocurrido en varias empresas, no sólo sin decir agua va, como es la usanza moderna para evitar supuestas atornilladas al revés en los días finales, sino en medio del verano, es decir, arrojando a esos cesantes al peor mes para buscar algo o alguien por donde proyectar un nuevo futuro.
Ha de haber, además de las llamadas “necesidades de la empresa” y las “dinámicas del mercado y la sociedad”, alguien que funge de promotor de las expulsiones, un reductor de costos que se bonifica en la pasada y que probablemente haya gestionado que los despidos se cursen en esta fecha maldita porque él se encuentra lejos, de vacaciones, comiendo rico, viendo polo: no es la forma.