“Una juventud violenta, inquieta y saturada de hastío”. Estos versos de Paul Éluard podrían definir a la vanguardia del sujeto histórico que nos puso donde estamos, que cambió el escenario nacional, el país. Que quede la inquietud, no el hastío, no la violencia.
Ahora que estamos a un mes del estallido, angustiados por las violaciones a los derechos humanos y la deliberación militar, oscilantes entre la esperanza y el vandalismo y chapoteando entre el desencaje emocional, la precariedad reflexiva, la expectativa del proceso constituyente y la abismante incompetencia presidencial para encauzar la demanda social, ahora quiero enfocarme en un detalle a mi juicio trascendental.
El corte, ojalá duradero, que ha producido el estallido en un aspecto de la vida nacional que, creo, nos estaba llevando directo al despeñadero depresivo, la alienación o el infarto: el aceleramiento y la híper-productividad.
A ver si en este parto de un nuevo orden social logramos que el así llamado cotidiano se distienda, se laxe un poco. Quizás las 40 horas ayuden, tal vez sea el momento de legislar la siesta, de aumentar a 20 los días de vacaciones. Pero ni una ley apuntalará por sí sola lo esencial, que es la actitud, la mentalidad (televisiva) que ha de cambiar.
Flojos, mantenidos, vagos; son epítetos que la derecha, tanto en su variante trabajólica como en la explotadora, suele pronunciar (“ellos pedían esfuerzo / ellos pedían dedicación / y para qué”, dice Jorge González). A pesar de que es 100% rebatible, pues el chileno medio se pela el lomo madrugando, trabajando y rindiendo, yo creo que en este nuevo paradigma la mejor respuesta a ese tipo de ofensas es darle la razón. Dejar ser al flojo interno. Darle curso a una razonada postergación de tareas y deberes. Relajar un poco la vena laboral. Que cunda la macaca. Menos pajarón táctico / más pajero tácito.
Que amaine ese apuro constante que, ya vemos, a nada bueno lleva, esa precipitación desbocada de los encargos que vienen acompañados de la frase “Es para ayer”. Ya no más un Chile donde, aunque corras, vivas atrasado. Esa vocación por ser el primero del curso nos tiene en enfermería.
Es mentira que el aprovechamiento esté en la esencia del chileno: lo estaba, pero no en esencia: ese Chile sumiso al yo y al Sálvese Quien Pueda se comienza a acabar.
Lo que se requerirá –si antes, claro, la política se impone, la brutalidad policial se detiene y juzga, la agenda social se verifica, cesan los incendios y encapuchados dejan hasta de dirigir el tránsito en las esquinas– no sólo será más tiempo, sino mejor tiempo (no tiempos mejores): un tiempo menos estresado, una vida menos en modo incendio y más en modo manguereo, digamos, mejor habitada, menos ansiosa, algo más lenta, no diré más copetera porque en eso no nos hemos quedado atrás ni ricos ni pobres, pero sí más gozosa, más dionisíaca, un vivir más uruguayo, donde la dilapidación corra parejo con la producción.
Y a ver si sucede el milagro: que al regular los precios de los medicamentos y penalizar con firmeza las colusiones, las cadenas de farmacias vean mermado el poderío con que se han tomado las mejores esquinas de nuestras ciudades. En su reemplazo, cafés y bares, librerías sin iva, regreso triunfal de las fuentes de soda y los cines chicos.
No quiero caer en lugares comunes, al menos no quedarme chapoteando en ellos, pero de verdad a este país, tal como a ciertos columnistas dominicales, le falta calle, vida callejera, en rigor: conversación, sorpresa y almuerzos largos, como los que se pegan unos consultores amigos que cualquier lunes van por un ceviche al paso a las 13:00 y terminan a las 18:00 tras largas rondas de vino blanco y pisco sour. Salen doblados y riéndose y de ahí al viernes recuperan como sea el tiempo perdido, que en realidad fue ganado.
Aunque opacado los últimos días por una creciente crispación, algo de todo eso ha aparecido en estas semanas revolucionarias: más intercambio humano, conversación y dispersión, ralentización de las rutinas, una nueva vida pública sin la cual no habrá nueva república. Ha vuelto a ciertos sectores impensados un tipo de mercado casi medieval, como si las ferias libres desplazaran a las fieras liberales. Pienso en la larga culebra de ambulantes que empieza en la Alameda con Namur, baja hasta Portugal y entra por Lastarria hasta Merced, con libros usados, cigarros hechos, ropa vieja, dibujos, cornetas, artesanías, anticuchos.
Supongo que eso no será del todo sostenible, que perjudica al pequeño locatario, pero algo podría quedar, porque tampoco es saludable un SII tan cabrón en lo micro y tan puto en lo macro, y menos ver a Carabineros gastando la mañana en atrapar a vendedores de naranjada.
Tomarse las calles, tomarse algo, servirse una cosita en cualquier momento: más sofá y menos sofofa. Retomar algo del país de Raúl Ruiz y sus tardes eternas en El Parrón. Un Chile donde una cañita de cerveza al mediodía al estilo madrileño reemplace al clonazepam matutino. Y sin abuso ni usura –por más calor que haga, nunca en las marchas el agua mineral cuesta luca, sólo 500, 600; es mentira que el aprovechamiento esté en la esencia del chileno: lo estaba, pero no en esencia: ese Chile sumiso al yo y al Sálvese Quien Pueda se comienza a acabar.
QEPD ese país hostil y pequeño que Jaime, un ñoño pelado, virginal y gremialista impuso y que una “una juventud violenta, inquieta y saturada de hastío” derrocó.