Hay un aspecto de las películas de “Star Wars” que me resulta particularmente destacable. Y no es su estética galáctica o su hondura dramática. Tampoco la astucia comercial de sus administradores, que han podido desplazarla narrativamente, dejando morir a sus fans más comprometidos de la mano de los personajes principales, abriendo paso (o tratando) a una nueva generación de héroes y de público.
“Star wars” ha encontrado una legitimidad cultural sobre la que fundó una cierta mitología contemporánea, compuesta por las tensión radical entre el bien y el mal, sus respectivos adalides, las configuraciones heroicas, los finales esperanzadores y las proezas redentoras que corresponde. No es poco en un tiempo secular.
La ubicuidad y la persistencia de “Star Wars” y sobretodo sus pretensiones mitológicas no dejan de parecerme un asunto de gran interés. Recuerdo, de hecho, al cubano José Lezama Lima y la definición que dio de mito: “una imagen participada”. Siguiendo su idea, un mérito de “Star Wars”, más allá de la frivolidad consumista que puedan tener tanto las películas como su merchandising, es que ha conseguido precisamente una cierta unanimidad, una especie de comunión audiovisual entre varias generaciones.
Acudiendo a figuras, imágenes y relatos previos de diversa índole y desde fuentes variadas, “Star wars” ha encontrado una legitimidad cultural sobre la que fundó una cierta mitología contemporánea, compuesta por las tensión radical entre el bien y el mal, sus respectivos adalides, las configuraciones heroicas, los finales esperanzadores y las proezas redentoras que corresponde. No es poco en un tiempo secular.
Y la urdimbre del relato, sagazmente, ha ido moviéndose conforme se mueven los políticos, la educación, la religión y todo lo demás. Por dar un ejemplo: las tres primeras películas tienen una ética llamativamente moderna, considerando el rol del protagonista y su recorrido desde el anonimato hasta su consumación como “Jedi”. Al inicio de la saga, Luke Skywalker no es más que un campesino (¡vaya!) perdido en el espacio, omitido por la “gran” historia, parte de una familia modesta. Su progreso es lento e implica un gran esfuerzo físico y sicológico, una trayectoria moral sustentada en una rigurosa disciplina a la que será expuesto en manos de un maestro sabio. En el recorrido, siempre existe la tirantez entre su deseo emancipador y su consciencia del mal que lleva adentro. Una escena característica aquí es una batalla simbólica contra un Darth Vader que resulta ser una proyección de su propio temor y maldad.
Las tres últimas películas reflejan otro paradigma. Si bien “Rey”, la protagonista, comparte con el Luke de hace cuatro décadas un origen espurio asociado a un antecesor maligno, en el caso de ella el mal no parece aquejarla ni germinar explícitamente desde su interior. La heroína, más que desarrollarse en base a un régimen de trabajo (sea cual sea el objeto y naturaleza de ese trabajo), simplemente “descubre su poder”, lo que parece estar en sintonía con la noción actual de autoayuda, diversas formas del coaching y liderazgos como el de Deepak Chopra.
En este sentido, cuando el estudiante es singular por defecto, y el maestro solo constituye su audiencia, no solo se idealiza a los más jóvenes, se los impermeabiliza moralmente y se les da espacio para que hasta su ignorancia y sus defectos deban ser vistos como un privilegio.
Las implicancias me parecen perniciosas. Cualquier trayectoria educativa, por decir algo, sucumbe frente al imaginario radiante de una saga como esta. Ya no se trata de aprender, de crecer, de verse expuesto a un proceso que supone esfuerzo. No: se trata de autodescubrimiento, un espacio para la “autoayuda educacional”. Hay una cierta forma de validez que ya no se adquiere al final del camino educativo sino que se trae por defecto, como le ocurre a la protagonista del film en cuestión. El antiguo “maestro” ya no educa sino que es un espectador de una experiencia personal que no le atañe. En este sentido, cuando el estudiante es singular por defecto, y el maestro solo constituye su audiencia, no solo se idealiza a los más jóvenes, se los impermeabiliza moralmente y se les da espacio para que hasta su ignorancia y sus defectos (¡que poseen y comparten con todos los terrícolas!) deban ser vistos como un privilegio, una de las conclusiones a la que nos lleva “La mancha humana”, la extraordinaria novela de Philip Roth. Cualquier parecido con la realidad aquí (no) es mera coincidencia.
Si las nuevas películas de “Star wars” tienen algo de asidero entonces y el “individuo” contemporáneo se concibe a sí mismo conformado por una magia y poder que solo deben ser activados o descubiertos, es altamente probable que “el drama de la vida” quede reducido a una experiencia privada entre el individuo y su interior, un lugar donde “el otro” no tiene mucho lugar y donde las posibilidades de educarse o amar quedan, en un sentido, exiliadas de la vida cotidiana.