El 2003 contacté al editor de un sello chico, excéntrico, que en la página de los créditos de sus libros ponía bromas y recomendaba locales donde tomar buena cerveza y sándwiches: Edmundo Rojas, director, creativo, corrector, promotor y distribuidor (en bicicleta) de Beu-uve-dráis Editores.
En su catálogo, junto a excelentes rescates como Arenas del Mapocho de Ricardo Puelma, manuales de ciclismo y traducciones de poesía inglesa, había un autor que se repetía: Armando Uribe Arce.
Un poeta cuya voz esa pequeña editorial sacaba del pasado para ponerla a transmitir en vivo y en directo en el espacio de la poesía chilena contemporánea.
Una voz a la que el ignorante alumno de literatura que yo era no le prestaba atención porque se la prestaba a otras que consideraba, ridículamente, como opuestas y más vivas. Sin embargo, el vendedor ambulante de libros Be-uve-dráis que yo quería ser –y fui– sí debía prestarle atención. Tuve que llamar a Uribe por teléfono y me impresionó esa voz de ultratumba, asertiva y a la vez digresiva. Luego leí sus poemas y mentalmente me los representé, para siempre, con esa resonancia.
Desde entonces fui apreciando crecientemente a los varios Armando Uribe que conforman al único Armando Uribe. Al ensayista fuera de serie, capaz de analizar con igual sagacidad el secreto de la poesía y la pequeñez de los “caballeros” de Chile; al memorialista capaz de amar locamente a su mujer hasta en la muerte y de desdeñar toda la vida las imposturas y el mal gusto; al polemista y autor de diatribas, capaz de fustigar, cuando era realmente osado hacerlo, a Pinochet, Agustín Edwards y Patricio Aylwin, sin medias tintas.
Y al poeta, cómo no, cuya escritura produce una extrañeza y un Deseo, una fuerte Atracción, porque hay algo en ella –en su sintaxis, en su ritmo, en su poetizar a martillazos, en su repertorio de conceptos y alusiones (desde la devoción mariana y la oscuridad hasta las muelas y los paños de cocina)– que sólo está ahí y lo vuelve una voz totalmente distinguible y distinguida, quebrada pero entera, ruda pero sutil. Es lo que Julio Ortega señalara como “la fuerza con que desnuda al lenguaje (nietzscheano y estoico, quizás) así como la fluidez de un habla inequívocamente suya, atonal y gestual”.
Si entre 1954 y 1970 publicó sólo cuatro libros de poesía, en los 70 y 80 calló: no publicó, salvo uno en 1989. Pero luego, desde fines de los 90 y sobre todo tras la muerte de su esposa, Cecilia Echeverría, en 2001, se desató su voz: Uribe publicó casi treinta poemarios. Los escribió en su departamento frente al Parque Forestal, donde se recluyó dos décadas a leer, escribir y esperar, ansiándola, la muerte.
En la mitad de ese auto-arresto domicialiario, el 2009, conocí su voz en vivo al hacerle una larga entrevista para The Clinic a propósito de sus ensayos sobre Pound y Léautaud reeditados por la Udp. Hablamos de la lectura y de la figura concreta, de carne y hueso, subjetiva, del lector, reivindicada por Uribe para una crítica literaria que tantas veces se quiere o se quiso impersonal, objetiva, ceñida al texto beatamente.
Uribe no habló sólo de eso, sino de todo porque en todo veía relaciones, especialmente con el país que, junto a la muerte, fue su gran obsesión. Recupero acá tres cuestiones que con tono airado dijo esa vez y que sirven para recordar su voz y de paso comprender en parte el estado actual de la cuestión –o la cuestión actual del Estado– en Chile:
BURGUESÍA VORAZ Y RAPAZ:
“Mi convicción es que la chilena ha sido, históricamente, desde el siglo XVIII, una protoburguesía con nostalgias o reminiscencias nobiliarias. Lo que sí creo firmemente es que, desde el Golpe, se está creando una burguesía. Una que no tiene el menor escrúpulo frente a la pobreza, salvo de palabra; una burguesía que no tiene ninguna vergüenza, ningún espíritu de decoro ni de pudor. Es francamente una burguesía voraz y rapaz”.
CLASISMO:
“En Chile hay y ha habido mucho clasismo y detrás de eso o junto con eso o dentro de eso, mucho racismo. Las manifestaciones de una y otra cosa se han producido en la vida social, económica y cultural desde muy antiguo… Fundamental para que funcionara la familia eran las sirvientas y los sirvientes. Estos últimos en general padecían de algunos defectos físicos, cojera, enanismo. Y su situación respecto a la familia era de servidumbre. Alrededor de la familia, pero no formando parte de ella, estaban los ‘hombrecitos’ para arreglar las cañerías y las ‘mujercitas’ para lavar la ropa. Respecto a toda esta gente, la familia sentía una superioridad social y racial”.
ESTUPIDEZ Y MALDAD:
“Encuentro que la melodía de la estupidez coincide con la partitura del idiota, de tal manera que produce hasta un placer que calce lo estúpido con uno mismo. He terminado por creer, a mis 75 años, que los seres humanos somos más numerosas veces, con efectos negativos en el mundo, tontos que malos: la maldad que se expresa como estupidez es mucho más frecuente que la maldad que se expresa como maldad”.