En enero de 2019 decidí, habiéndome sido útil ya por tres años y medio, cambiar el celular. Distintas circunstancias y urgencias me hicieron patear el trámite de enero a marzo, de marzo a junio, de junio a agosto y de octubre a nunca.
En noviembre el país era otro y mi celular el mismo, volviéndose realmente insostenible la comunicación de esos días intensos a través de esta chatarra, cuya batería dura menos que postura de Allamand y cuya pantalla se queda odiosamente pegada, como el Segundo Piso a cargo de Cristián Larroulet.
Comenté el asunto con un amigo diseñador que me instó burlonamente a actualizarme y, como si el propio celular me espiara (lo cual es cierto), al otro día me llamaron de la compañía, me ofrecieron un descuento para renovar el equipo y enganché: me venía como anillo al dedo la súper promo así que suscribí una telepromesa, quedé en ir al local de Huérfanos dentro de un plazo de equis a retirar y pagar mi nuevo y flamante aparato, que incluía cámara Leika.
Días después, al llegar al local de Huérfanos me hicieron ver que había una pequeña confusión: el teléfono me esperaba en la otra sucursal de Huérfanos, varias cuadras más abajo. Pese al calor de media mañana y al apuro que tenía, fui. Atravesando el tradicional paseo céntrico devenido mercado medieval, llegué al blindado local. Pero tras esperar un rato capté que la cola de mi módulo de atención era tan lenta que convenía volver otro día.
Volví el lunes a la hora del almuerzo y aunque mi número de atención era el siguiente al que según el monitor estaba siendo atendido, la numeración asociada a mi letra, la W, no avanzaba. La R, de Reparaciones, la V, de Ventas, y la P, de Pagos (creo), sí que avanzaban. Pero la W no. Notoriamente no. Tras consultas cordiales con displicentes funcionarios me cayó la teja: W correspondía a Web. Es decir, a ventas ya realizadas por un agente virtual que por tanto a los vendedores del local ninguna comisión les reportarían.
Cuando le representé mi teoría al encargado de local no supo negármelo convincentemente, cromatizándosele la cara que rápidamente mutó a cara de pocos amigos, aunque al poco rato el número en pantalla junto a la W por fin avanzó: mi turno.
Al llegar al mesón me esperaba una sonrisa gélida. Noté que la habían prevenido. La saludé con calculada simpatía y le expliqué lo que necesitaba, a lo que respondió con un también gélido Aha, deme su rut. Se lo di y también, de motu proprio, el código que por teléfono le habían asignado a mi reserva. Al cabo de un rato sumida en su computador, la sonrisa gélida habló:
-Tiene orden de cancelarse la reserva.
-Claro, a eso vengo, a pagar y llevarme el teléfono.
-No, se canceló la reserva, tiene que revalidarla con el call center.
-Pero cómo, si el plazo para venir es hasta pasado mañana… Además el call center no recibe llamadas, solo las emite, usted debe saberlo.
-Lo siento, la orden aparece cancelada por sistema.
-¿Puedo comprar el mismo teléfono ahora?
-Tendríamos que ver si está ese modelo en el local.
Al cabo de unos minutos y reclamos, la sonrisa ya no sonreía y me dijo que lo tenían pero en verde agua y salía 80 mil pesos más caro que la promo. Me fui con mi chatarra mascando la ira y decidí ir al día siguiente a la Subtel a interponer un reclamo y de paso a cambiar de compañía. Sin más dilaciones. Eso fue a principios de diciembre. Acá sigo con mi viejo celular.
En fin, así funcionan en este país las cosas cuando quienes deben hacerlas funcionar no quieren hacerlas funcionar. Pienso que así será recordado el gobierno de Cristián Larroulet.