Cuando Mañalich habla de decisiones tomadas sobre la base de la evidencia científica, olvida señalar que éstas son decisiones políticas que, incluso con toda la información a la mano, requieren de un enorme valor, o de la menor cobardía posible.
Anoche se me vino a la cabeza la idea de que el médico obstetra Ignaz Semmelweis (1818-1865) murió por causa de su tenaz defensa del lavado de manos en la práctica clínica. Mi ocurrencia era falsa desde un inicio, sin embargo una muerte así explicada hacía al personaje todavía más heroico en estos nuevos tiempos de temor biológico. La historia de la Medicina, que por sí misma es un enorme drama, ha engrandecido a Semmelweis y de eso no cabe duda hasta ahora.
Se me ocurrió también que la monomanía podía acabar con la mente y secundariamente con la vida del monomaniaco. El concepto se atribuye a Esquirol (1814) y describe una forma de locura donde una idea exclusiva domina el pensamiento del enfermo, haciéndolo padecer de una repetición interminable e inexorable.
Efectivamente Semmelweis enloqueció al final de sus días. Quizá no tan al final. Pero vamos por parte. Fue hijo de un comerciante judío. Su práctica obstétrica se inició en el Allgemeines Krankenhans, el hospital general más afamado de Viena por esos años. Desde un inicio intentó desentrañar la causa de la fiebre puerperal que mataba a un gran número de mujeres que acababan de parir en ese recinto. Observó acertadamente que el número de fallecimientos por esa causa era notoriamente mayor en la sala atendida por estudiantes de medicina que en aquella donde realizaban su práctica las comadronas. Previo a la atención ginecológica los estudiantes asistían a la clase de anatomía patológica, donde debían manipular cadáveres.
Decidió obligar a los estudiantes a lavarse las manos con una solución de cloro antes de atender a las pacientes, para así no contaminar el útero que consideraba una herida recién abierta. De a poco los casos de muerte se equipararon a los de la sala de comadronas. Paradojalmente, y esto lo comenta George Makari en su lúcida historia del psicoanálisis, la medicina que se practicaba en Viena -y por defecto en Europa- a mediados del siglo XIX no era en esencia curativa. En su práctica hospitalaria los médicos estaban obsesionados por plantear hipótesis diagnósticas que muchas veces debían confirmar sólo después de la muerte del paciente, cuando podían acceder a la exploración de sus órganos. La catamnesis, es decir la historia de la enfermedad desde su inicio, era lo sustantivo.
Ignaz Semmelweis (1818-1865) decidió obligar a los estudiantes a lavarse las manos antes de atender a las pacientes, para así no contaminar el útero que consideraba una herida recién abierta.
Buena parte de la comunidad médica de Viena no recibió con aplausos los planteamientos de Semmelweis, que de paso responsabilizaba a las malas prácticas higiénicas de sus colegas por la muerte de tantas jóvenes mujeres. El énfasis furioso con que propuso su teoría, la abierta descalificación de sus pares y su larga resistencia a dejar por escrito sus observaciones (tardíamente publicó, en 1861, “La etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal”) podrían considerarse como elementos iniciales de su locura posterior. Murió encerrado en un manicomio en Budapest. Posiblemente por causa de una neurosífilis.
Sucesivamente escuché, hace varios años, dos interpretaciones de la historia. La primera, pedagógicamente muy obvia, es que Semmelweis era un pionero en el uso del método científico en Medicina. Hagamos un pequeño esfuerzo por olvidar al profesor que daba este ejemplo en sus clases.
Ramón Silva, sociólogo, discípulo de Habermas, hasta el día de su muerte hizo los más grandes esfuerzos por sacar a sus alumnos de Juan Gómez Millas del marasmo intelectual que iba volverse la característica de nuestra época. Silva desconfiaba del futuro y de los seres mínimos que iban a venir para dominar no sólo las Humanidades sino el debate político en su conjunto. No aceptaba que Semmelweis fuera sólo un héroe del método científico. Ese tipo de interpretaciones canónicas le repugnaban. Decía que el lavado de manos que el médico defendía no era disociable de los ritos de purificación propios de su condición de judío. Antes de toda su investigación sobre la fiebre puerperal, estaba su historia. Las prohibiciones que pesaban sobre el cuerpo de la mujer y sus fluidos y quizá con todo aquello que pudiera relacionar a lo femenino con los cultos paganos a la fuerza dejados en el desierto. Si la comunidad médica de Viena rechazaba estos nuevos descubrimientos no hacían más que rechazar al judío que los sacaba a la luz, como un nuevo arcano de su religión infame.
La ciencia desfallece sin una decisión política que respalde su desarrollo y si no hay una creencia que le dé apoyo. Incluso la mejor evidencia debe ser creída.
En general la ciencia desfallece sin una decisión política que respalde su desarrollo y la aplicación de sus descubrimientos. Lo ha dicho Yuval Noah Harari (Sapiens, 2014). Lo dijo también Orrego cuando iniciaba una clase sobre Marx que luego él mismo boicoteaba, insultando de paso a Darwin -agente pagado por el Imperio Británico-. Posiblemente la ciencia desfallece además si no hay una creencia que le dé apoyo. Incluso la mejor evidencia debe ser creída. Y por raro que se vea, algo de religión hay en esto. Cuando escucho hablar a los fanáticos antivacunas -gente por momentos perversa- no me cabe duda que las ideas de purificación (y las viejas prohibiciones bíblicas sobre los animales, el sexo y los alimentos) vuelven a actualizarse con cierta mezcla de evidencia antojadiza y libertad de por medio. Los antivacunas predican contra el envenenamiento haciendo que su paranoia no parezca tal. Piensan cuanta tontería sus mentes les permiten pensar. Pero hay acá una posición política y una convicción religiosa, que trata de ocultar con su propio lenguaje científico y las estadísticas y demostraciones que se esfuerzan en conseguir.
Cuando Mañalich habla de decisiones tomadas sobre la base de la evidencia científica, a propósito del Covid-19, olvida señalar que éstas son decisiones políticas que, incluso con toda la información a la mano, requieren de un enorme valor o de la menor cobardía posible. El problema nunca se reduce sólo al método científico. Ojalá los datos y proyecciones que entregan, todo aquello que ha precedido al estado de catástrofe, a la larga denoten convicción. Todavía no lo sabemos. O sea que el lavado de manos que el Ministerio promueve, en fecha tan cercana a la Semana Santa, sea con la misma actitud de Semmelweis. No con la de Pilatos, vieja tragedia tantas veces contada entre la humanidad.