La violencia en su obra encuentra el cauce necesario para fluir con igual fuerza que en la realidad sin sonar grotesca ni exagerada.
En palabras de su colega Sérgio Sant´Anna, “difícilmente se puede encontrar a otro escritor con un universo tan amplio, atento a todas las cosas del mundo y con una mirada tan nueva y extremadamente penetrante”. Ha muerto quien probablemente sea, junto a João Guimarães Rosa y Clarice Lispector, el narrador más importante de la gran literatura brasileña del siglo XX. Pero decir que Fonseca es importante es vago, melifluo. Fonseca es crucial. Es formativo y deformativo. Inventó, por ejemplo, una forma de narrar el sexo no sólo sin tapujos sino con descaro: con placer, con una delicada especie de porno zoom, con morbo y necesarias dosis de un lirismo compensatorio de la animalidad desatada que tan bien supo exponer. El policial lo reformó para dar cuenta de la realidad brasileña, latina, y Mandrake fue en ese viaje un copiloto inolvidable. La violencia en su obra encuentra el cauce necesario para fluir con igual fuerza que en la realidad sin sonar grotesca, exagerada ni caricaturesca. La corrupción, los celos, la depravación, la venganza, el emprendimiento de crímenes, la codicia y, en fin, todo el amplio repertorio de las bajezas humanas encuentra en sus libros una exposición brutal, a veces cruel, pero acompasada siempre por una aguda mirada reflexiva, como en las tragedias griegas. Porque Fonseca fue no un rufián, sino un maestro expositor de rufianes. Por ello, su literatura (“un cuchillo”, según el mexicano Elmer Mendoza) es un lugar donde sangre, pensamiento, deseo e intuición se trenzan en relatos asombrosos, espeluznantes, remecedores, cómicos, que a menudo ponen en jaque, y a menudo en jaque mate, el ángulo moral de sus lectores. En sus páginas combina con soltura y elegancia fiestas y meditaciones, balazos y polvos, diálogos cortantes y torturas, suspenso e instrucción –como cuando en “El seminarista” el ex cura asesino resume conversando con su amante la historia del fútbol brasileño en apenas un par de líneas. Y su prosa, como una caja de siete cambios, es cosa de otro orden, alejada de toda medianía, fascinante siempre y en todo momento imagen especular de lo narrado; tan poderosa es que admite plenamente que se diga de ella lo que Giorgio Manganelli dijo, con precisión, sobre la prosa de Agota Kristof: que “anda como un títere homicida”.