La victoria de Keating es, en realidad, la victoria del kitsch: el triunfo del lugar común y la idea preconcebida
Cada año en vísperas de marzo pienso en John Keating, el profesor interpretado por Robin Williams en “La sociedad de los poetas muertos”. La película dirigida por Peter Weir (estrenada hace tres décadas) exhibe a los estudiantes como víctimas de un modelo que está al borde de lo carcelario; retrata al colegio, a los docentes y a los métodos de enseñanza, no solo como fenómenos vacíos, sino lisa y llanamente como represivos y malignos. El argumento es maniqueo desde la primera escena.
La narrativa es reducida por todos los extremos para convertir una historia trágica –al menos en una dimensión– en algo agradable, edulcorado y victorioso.
¿Cuál es, entonces, la raíz de esta incongruencia entre tema y estética, entre tono trágico y victoria artificial? Su fundamento kitsch. La palabra kitsch –aunque de origen incierto– se nos presenta con bastante unanimidad como fruto del romanticismo sentimental del siglo XIX. Y no tiene relación con aquellos divertimentos que festinan adrede con la desmesura y el eclecticismo radiante, propios del “arte camp”.
El kitsch, en palabras del novelista austríaco Hermann Broch «consiste en la substitución de la categoría ética con la categoría estética; impone al artista la obligación de realizar, no “un buen trabajo” sino un trabajo “agradable”: lo que más importa es el efecto».
Para que el efecto del kitsch se cumpla, debe reconocer unas condiciones o características propias del público al que apela. Debe hablar un idioma reconocible y grato para su audiencia. De ahí que sea “un arte” al que no le importe la realidad sino el público de la obra. El verdadero arte, sin embargo «…entrevé un nuevo fragmento de la realidad» en palabras de Broch, visión que podría incomodar o consternar al espectador. Broch es –de hecho– categórico: «… el arte auténtico. Deslumbra al hombre hasta cegarlo y después le hace ver la verdad».
¿Cuál era la especialidad disciplinar de Keating?: la poesía. Pero más allá de las dos desafortunadas menciones a Walt Whitman, su trabajo intelectual queda reducido a citar el “Carpe Diem” de las “Odas” de Horacio y a ensayar distintos ejercicios de pirotecnia didáctica.
El sentido maniqueo de la cinta reaparece cuando Keating ordena a sus estudiantes arrancar las páginas de uno de sus libros de clase; el gesto va dirigido simbólicamente contra el PHD que ha escrito un artículo ahí y, por extensión, al mundo académico, que se asume como hermético y puramente cerebral. Este es un lugar común tan precario, una postura declarada ya con tanta facilidad, que la proposición de Keating es de un antagonismo no solo predecible sino tan artificial como la perspectiva que agrede: «No leemos y escribimos poesía porque es tierna, leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana. Y la raza humana está llena de pasión… la poesía, la belleza, el romance, el amor, son cosas por las cuales vivimos» dice Keating con una teatralidad completamente excesiva. Asociar la lectura y escritura de poesía con nuestra condición humana es un buen punto de partida, aunque la idea pueda re-considerarse al pensar en aquellos que siendo humanos no practican actividad poética alguna. Pero el desenlace de la frase no solo es reductivo sino lamentable: «…la poesía, la belleza, el romance, el amor, son cosas por las cuales vivimos». La “condición humana” según Keating, por lo tanto, excluye: el dolor, la rabia, la muerte, la traición, la incongruencia, el egoísmo, la estupidez y el resentimiento, por mencionar algunas de nuestras “competencias de sello”.
De este modo, el gran problema de Keating aquí no es ver la poesía como expresión de nuestra condición humana, sino estrechar lo que puede decirse de ella y, consecuentemente, restarle el sentido mismo a la existencia de la poesía y lo poético.
Del espíritu de la película se desprende un diagnóstico sobre la naturaleza (de una parte al menos) de la educación moderna y, a la vez, se nos invita a presenciar lo que sería una especie de antídoto. Pero ¿qué trae de nuevo John Keating? O dicho en lenguaje terapéutico ¿qué sanidad ofrece Keating para este sistema enfermo? Las apariciones de Keating son dramáticamente breves y vacuas: su régimen educativo es altamente efectista y emocional, como el preludio de un “plato de fondo” que nunca llega. Keating es empático, alegre, provocador, altera con sus recursos un sistema normado hasta la caricatura, pero no vemos nunca ¡que haga una clase! Satisface a su público –en todo lo que un adolescente estereotipado desearía– pero nunca los desafía, nunca los confronta con la complejidad o lo multifacético o lo difícil y doloroso de la realidad. Solo se acomoda a las íntimas expectativas de estos jóvenes, las que él mismo ha estimulado.
Es tan marginal la presencia de realidad en la película, que el trágico desenlace del alumno actor desaparece bajo la victoria de Keating: el suicidio de un muchacho es estéticamente inhumado con la despedida triunfal del profesor, quien es despedido por sus alumnos como un verdadero héroe. Ellos suben a sus pupitres y lo honran con el “whitmaniano” «¡Oh, Capitán, mi Capitán!», el que dicho sea de paso es un poema del cual el propio Whitman “se arrepintió”.
¿Cuál es la mayor de las tragedias en este sentido? Que la victoria de Keating es, en realidad, la victoria del kitsch: el triunfo del lugar común y la idea preconcebida, la exaltación emocional por sobre el contenido, la didáctica por sobre el intelecto, la audiencia encaramada sobre la verdad, el hundimiento de la ética artística y pedagógica. La victoria, en definitiva, de una forma de entretenimiento sobre la educación.