¿Hemos decidido libremente que queremos vivir en un mundo de posverdad?, se preguntó hace años Steve Tesich, uno de los que instauró el uso del término. La desinformación, la falta de curiosidad, el uso inexorable de lugares comunes no obstante cualquier dato que pueda contradecirlos, en fin, todo aquello que pueda producir respuestas rápidas que apoyen la causa supone, quiérase o no, un acto deliberado en el uso del lenguaje. El olvido apurado es una forma voluntaria de prescindir de los detalles, es decir, de palabras. En general es una estrategia que aplicada al trauma da muy malos resultados. El trauma a veces genera promesas de venganza. Me preocupa que estas promesas desaparezcan súbitamente. Que no se les considere como tales.
Pasa ahora, con la no cobertura de lo que ocurre en la calle. Pasó, también, con la invisibilización en la prensa de las consignas anarquistas que explotan en todas las murallas. Hasta le ocurrió a los anarquistas con sus propios mártires y figuras.
No hay modo de comprobarlo pero quizá sea cierto que Kevin Garrido firmaba como ACAB señalando, desafío antisistémico de por medio, que la sigla significaba All cats are beautiful. El joven anarquista cumplía condena en la cárcel de Santiago 1 -por colocación de artefactos explosivos- cuando fue asesinado por otro interno hace poco más de un año, el 2 de noviembre de 2018. Sus compañeros de lucha insistieron en que había que vengar su muerte con la mayor guerra contra el Estado conocida hasta entonces. En ese contexto la leyenda de su firma y el dejo de ternura animalista con que reemplazaba la lectura canónica de la sigla antipolicial (All cops are bastards), hacía pensar en los detalles fundacionales de una nueva lucha que debía comenzar, más pronto que tarde, con mártires propios -o sea con personalidades recordables por sus gestos y hazañas- y sueños mayores de destrucción posiblemente comprensibles desde un misterioso (o místico) odio hacia la civilización. La evidencia indica, sin embargo, que Chile no ardió los días que siguieron a ese asesinato.
Si algunos determinaron esperar un momento más propicio para el inicio de las hostilidades, resulta difícil suponer que la muerte de Kevin haya sido el punto de partida de esta historia de venganza. Quizás no tenemos elementos para hablar propiamente de venganza, por lo menos si pensamos específicamente en las motivaciones que pudieran haber tenido algunos discípulos de la Idea Anarquista para implicarse en el movimiento social de octubre de 2019. El punto sin duda es discutible y las pruebas siguen siendo escasas y muy indirectas. Es lo que tenemos que revisar.
Todos los que prometieron vengar la muerte de Kevin en 2018 un año después han prescindido de su nombre.
Quedan pocos afiches, incluso en el barrio universitario de Santiago, donde podamos sacar alguna información sobre anarquistas actualmente presos. Los carteles están viejos y han perdido sus colores originales. Mencionan, con sus respectivos antecedentes, a Juan Aliste Vega, Marcelo Villarroel, Alejandro Astorga, Joaquín García. El último de la lista es Juan Flores, el único condenado por el atentado al subcentro de Escuela Militar en 2014. Los afiches en memoria de Sebastián Oversluij ya no existen o por lo menos yo no he encontrado ninguno. Quizá tenga una fotografía del último que vi cerca de barrio Brasil hace más de un año. Pero incluso ese archivo tiene un carácter remoto.
Esperaba que al menos Kevin Garrido fuera reconocido en este estallido como símbolo de la lucha. Tanto él como el resto de los combatientes no se mencionan ni en rayados ni en los diversa papelería que ilustra este poderoso movimiento. Es como si se hubieran vuelto anónimos a la fuerza. Una forma de clandestinidad que a estas alturas me parece difícilmente azarosa. Rápidamente reemplazados por la figura de un perro quiltro negro y por la sigla internacionalista de marras (ACAB), los muertos y los encarcelados que precedieron a la multitud en su lucha parecen fantasmas prematuramente escondidos que no se deben invocar por ningún motivo.
El año del gato, la canción de Al Stewart que no paro de repetir desde el 18 de octubre, no deja de ser una referencia forzada -en mi mente claro está- al juego de palabras utilizadas por el fallecido Kevin. La lúdica referencia a los gatos tiene el dejo de una sutil impostura, un “nunca van a saber”. Así se acumulan las señales y de paso los secretos. Nos exigen una exégesis que difícilmente podamos construir con la urgencia que estos días demandan para casi todas las cosas.
Reviso Señores del Caos (2003), la notable historia del surgimiento y desarrollo del black metal noruego, de Michael Moynihan y Didrik Søderlind. Dos aspectos de este relato me parecen relevantes a propósito del movimiento chileno: la quema de la iglesias y la construcción de situaciones. Hablemos del primer punto: el black metal en Noruega se relaciona con una ola de incendios de iglesias y otros actos de profanación en medio de esta locura neopagana, una imperiosa tarea de expulsar el cristianismo de esta parte de Escandinavia. La locura tenía un rostro, oscuro y ominoso, pero rostro al fin y al cabo. En Chile, detalle que me parece esencial, la quema de iglesias no pasa de ser gustillo de alguien que quiere permanecer anónimo mientras deja en claro que el movimiento no es sólo social-vandálico. Hay un odio más complejo -de otra vertiente política- escondido al otro lado de la calle.
En Chile, la quema de iglesias no pasa de ser gustillo de alguien que quiere permanecer anónimo mientras deja en claro que el movimiento no es sólo social-vandálico
Qué pasa con la idea situacionista. Es una de las diversas vertientes teóricas del anarquismo. Hace referencia a un momento explícitamente construido para generar un ambiente y una serie de acontecimientos. Una perspectiva más artística de esta construcción tiene que ver con la puesta en escena súbita, el acto repentino, el happening. No está mal preguntarse si la quema (de iglesias, de infraestructura crítica, de monumentos en general) sigue la premisa de la construcción de situaciones. Es posible. Un grupo de cultores salvajes de una corriente musical decide que el escenario no es suficiente y que es preciso atacar de forma radical los símbolos más eminentes del cristianismo. Parten quemando iglesias, algunas que datan de la Edad Media, en 1992. Se arma una estereotipia sórdida que, para sus fanáticos ejecutores, debería garantizar una forma soñada de caos pero también algún ajuste de cuentas. Los acontecimientos que se buscan, terrenales o infernales, sugieren un objetivo evidente. En el caso chileno, los propósitos de esta situación -en particular las iglesias perdidas- siguen mostrando escasa claridad. Se quema sin declarar motivo, sin invocar dioses ni mártires, sin dejar que el resto de los manifestantes entienda. La situación parece no querer mostrarse como tal. Debería entenderse como una amenaza presimbólica.
Hasta ahora los primeros arrestos por los ataques a la red de metro siguen develando una estructura ausente. Un profesor, un miembro de una barra brava, uno que otro delincuente común. Del movimiento anarquista sólo quedan afiches envejecidos difícilmente encontrables en el barrio universitario. Reivindicaciones por combatientes encarcelados que nadie quiere mencionar. La venganza en nombre de Kevin Garrido súbitamente olvidada en el discurso de la calle. El intento de fuga de Juan Flores desde Colina 2 en enero de 2019, en compañía de otros reos, despojado de toda conexión espiritual con lo que vendría. O sea con la furia de estos días.
¿Hay una historia de venganza en la raíz de todo esto? No veo, de momento, manera de aventurar una respuesta. Sin proponérselo Moynihan y Søderlind aportan una pista psicológica esencial, citando un estudio clásico sobre pirómanos norteamericanos (Pathological Firessetting, Lewis, Nolan & Yarnell, 1951):
«La conflagración es el rasgo más espectacular de la piromanía motivada por la venganza. Los incendiarios son habitualmente figuras insulsas que permanecen en segundo término. Una mujer raras veces se ve implicada. El suyo es un agravio profundo, desean obtener una venganza literal. Por eso es que sus fuegos no están planeados como un gesto o una travesura, sino que pretenden ser destructores. Puede que usen agentes inflamables.
«La venganza es la más fuerte y perdurable de todas las posibles motivaciones para planear un incendio, y los fuegos por venganza son provocados por criminales de cualquier edad, aunque la mayor incidencia se da en el grupo comprendido entre los 16 y los 20 años. Los adolescentes trabajan en grupo para prender este tipo de fuegos, cuando lo habitual es que los incendios sean provocados por un individuo solitario».
Quizá lo de Octubre sea un ajuste de cuentas similar a lo descrito hace décadas en los análisis psicológicos forenses. Huelga decir, sin embargo, que tempranamente la figura del perro negro ha vuelto clandestinos a los primeros autores de esta representación. Se declara, como lugar común fundacional, que el movimiento es inorgánico y que carece de vocerías. Instalada la idea de obra coral y laberíntica, la posibilidad de encontrar una organización responsable se torna imposible. Reivindica -en un inútil esfuerzo- la idea de una sociedad secreta que controla el núcleo de este estallido. Que aparece sólo a través de situaciones aterradoras -el encapuchado que logra incendiar una iglesia- y que luego se esconde en algún lugar donde no llegan las cámaras de vigilancia. Sin rostro ni discurso apocalíptico acompañando sus acciones.
Los fuegos por venganza son provocados por criminales de cualquier edad, aunque la mayor incidencia se da en el grupo comprendido entre los 16 y los 20 años, dijeron Lewis, Nolan y Yarnell en 1951.
Todos los que prometieron vengar la muerte de Kevin en 2018 un año después han prescindido de su nombre. Detalle, a estas alturas, inútil y extemporáneo. Tanto así que ni siquiera la prensa se ha demorado un minuto en reparar en esto a la hora de construir una genealogía de lo sucedido. Así funciona la posverdad.
Un enorme perro-símbolo reemplaza a sus dueños, los vengadores, por algunos días en una plaza de Providencia. Finalmente quemado, deja ver una estructura de alambres sobreviviente. Es su propio fantasma. Este sin duda es su año. Sin embargo alguien porfía con hablar del año del gato.