Que se la reconoce altiro al leer cualquier línea suya, que “no se parece a nadie”, escribió sobre la uruguaya Marosa Di Giorgio (1932-2004) César Aira. Y es rigurosamente cierto. El mundo de Marosa, sus referencias, sus focos y relaciones impensadas, su escritura misma, su poesía casi exclusivamente en prosa, incluso sus comas, son algo inconfundible.
Bajo el título Los papeles salvajes fue durante años reuniendo su obra, una donde se despliega alucinantemente, para decirlo citando un título suyo, “la guerra de los huertos”. Es una poesía protagonizada por membrillos, zapallos, murciélagos, caballos, flores, arañas, enanos, familiares vivos y muertos, colibríes, moras y peras, dios y el diablo, la belleza de un huevo friéndose como “un sol y en torno la nube”: un universo que tiene algo de Lewis Carroll, pero la mirada es otra, “más dolorosa y dramática” como dijera ella misma, también más lujuriosa. Y cruel: “Por esos años muchos fueron crucificados. En la tormenta se veían las cruces negras y delgadas. Llegaban aullidos en el viento; otros morían delicadamente. En casa me previnieron contra los crucificados, que después desgajaba el viento”. No hay inocencia en su escritura sino una especie de lucidez sicodélica y erótica que se vincula directamente a las cosas –que se hacen “más próximas y exaltadas”– y a la naturaleza, donde el ser humano es uno más.
Puede que de buenas a primeras cueste entrarle, por su manifiesta excentricidad; lo cierto es que salir, lo que se dice salir, de ahí no se sale nunca, es una poesía a la que siempre se está volviendo, como a los recuerdos de la niñez. Además de una escritora especialmente singular en un país célebre por sus autores raros (de Julio Herrera y Reissig a Armonía Sommers), Di Giorgio fue también actriz y eso se notaba en sus legendarias lecturas, que le sumaban extrañeza a la extrañeza de sus textos. Una mezcla del imaginario de Giuseppe Arcimboldo, los sonidos de Meredith Monk y las escenas de un Esopo en trance. Por decir algo.
Marosa nació en Salto y al llegar a los 50, tras la muerte de su padre, se trasladó con la familia a Montevideo, donde treinta años después murió. Poco antes le preguntaron dónde le gustaría vivir: “En la chacra natal. Contabilizar hongos, tatúes, azucenas. Custodiar el diamelo, la madreselva”.
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Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio; otros con un breve alarido, un leve trueno. Unos son blancos, otros rosados, ése es gris y parece una paloma, la estatua de una paloma; otros son dorados o morados. Cada uno trae –y eso es lo terrible– la inicial del muerto de donde procede. Yo no me atrevo a devorarlos; esa carne levísima es pariente nuestra.
Pero, aparece en la tarde el comprador de hongos y empieza la siega. Mi madre da permiso. Él elige como un águila. Ese blanco como el azúcar, uno rosado, uno gris.
Mamá no se da cuenta de que vende a su raza.
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Va a ser la una.
Falta un miembro de la familia.
No sé si nos atreveremos a almorzar.
A lo lejos, miro los prados, las flores del maíz; las ovejas parecen matorrales de lilas. Las liebres dormirán, con los ojos abiertos y enjoyados, esperando la medianoche, los cogollos, las diademas.
Pero ahora, todo está inmóvil; no pasa nadie; sólo, de vez en cuando, cruza el aire alguna guinda, un santo pequeñísimo.
Aguardamos lo imposible,
la vuelta de papá.
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Era una dalia con el centro redondo y negro como el sexo de una mujer fantástica.
Allí se posó una mariposa en oro deslumbrador, hecha de azúcar y esmeralda.
Pero, no era una, eran muchísimas, sobre el sexo solo.
El viento no podía dispersarles.
Y por mucho rato yo fui la dalia y las mariposas hicieron su trabajo.
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Anoche, en una fiesta, al pasar de un ámbito a otro, la vi ahí.
Yo quedé extraña y dije: –Oh, señora!… ¿Cómo estás?
Me sonrió de modo reconocible.
Pero, sin decir una palabra.
Sus ropajes eran celestes.
Y sus labios también eran celestes igual al cielo.
Observo dónde me sentaba.
Y luego, para mi desesperación, empezó a desaparecer.
Pasó como un hálito por mis oídos, y dijo:
Allá donde ahora estoy,
todo es brillante
y es todo negro.