Integrante de una legendaria familia en la isla, descendiente de generales libertadores y poetas insignes como Gertrudis Gómez de Avellaneda, la cubana Dulce María Loynaz (1902-1997) desde temprano comenzó a publicar su poesía, de apariencia convencional o clásica pero bien mirada llena de una personalidad inconfundible, caladora. A veces cargada de ferocidad; ya en su primer libro, de 1938, tiene un impresionante “Canto a la mujer estéril” donde se lee: “¡Púdrale Dios la lengua al que la mueva / contra ti; clave tieso a una pared / el brazo que se atreva / a señalarte”.
Poeta del agua, del mar y los ríos, escribió en verso y en prosa poemas que hicieron a la Mistral decir que se trataba de “puras condensaciones de poesía, el puro hueso del asunto”. La admiró la Mistral, la admiró Lezama Lima, se ganó el Cervantes y nada estuvo de más. De pronto, tras cuatro libros formidables, Loynaz dejó de publicar por más de tres décadas, silencio roto sólo para recuperar ya entrados los años noventa trabajos no publicados de su primera etapa.
El comienzo de ese largo silencio coincidió –es un decir, claro: coincidencia no fue– con el triunfo de la Revolución, que no vio en ella una figura afín a su relato, del mismo modo en que ella no vio en la Revolución un relato afín a su persona. Pero no se exilió, se quedó y se recluyó en su casa y en la Academia Cubana de la Lengua. Cuando le preguntaban por qué no se iba del país, la también abogada (de profesión y de su propia causa) respondía categórica: “Yo soy hija de uno que luchó por la libertad de Cuba, quien tiene que irse es el hijo de quien quería que siguiera siendo colonia”.
Luego, al recibir en 1992 el Premio Cervantes, la oficialidad cubana, que la había reducido a cero por décadas, le mandó una caja de bombones. Cuando los colegas iban a felicitarla, ella los recibía y se los compartía. Ante las miradas de suspicacia, aclaraba: “Coman sin miedo que no están envenenados; ya los perros los probaron”. Mejor manera de dar cuenta de su altura, su estilo, su humor y su agudeza no se me ocurre.
La casona en que pasó su infancia y juventud, donde se formó en privado junto a sus tres hermanos, todos poetas, es hasta el día de hoy un mito de la cultura cubana –allí alojaron alguna vez García Lorca, la misma Mistral, Luis Cernuda y tantos más; en youtube hay un documental sobre sus ruinas hoy habitadas por zapateros remendones–. Fue, de hecho, la inspiración para ese poema enorme, por extensión e intensidad, que es “Últimos días de una casa” (1958), quizás su obra maestra, monumental reconstrucción del tiempo previo a una demolición narrado desde el punto de vista de la propia casa, tal como tres décadas después Nicanor Parra contaría en primera persona el trayecto de un ataúd entre la funeraria y la fosa.
Y así como en la extensión, también en la brevedad Dulce María Loynaz supo hallar la grandeza, como en ese poema que recuerda –anticipa, más bien, dado que fue escrito mucho antes– uno de los mejores de Pizarnik, ese que dice: “Decir con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome”, mientras el de Loynaz dice: “Cómo miraré yo el río / que me parece que fluye / de mí…!”.
También escribió una novela, un bestiario en venganza a sus profesores de bachillerato y una entrañable memoria, Fe de vida, dedicada a recuperar la memoria de su esposo.
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LA MARCHA
Camino hacia la sombra.
Voy hacia la ceniza mojada—fango de
la muerte…—, hacia la tierra.
Voy caminando y dejo atrás el cielo,
la luz, el amor… Todo lo que nunca fue mío.
Voy caminando en línea recta; llevo
las manos vacías, los labios sellados…
Y no es tarde, ni es pronto,
ni hay hora para mí.
El mundo me fue ancho o me fue estrecho.
La palabra no se me oyó o no la dije.
Ahora voy caminando hacia el polvo,
hacia el fin, por una recta
que es ciertamente la distancia
más corta entre dos puntos negros.
No he cogido una flor, no he tocado una piedra.
Y ahora me parece que lo pierdo
todo, como si todo fuera mío…
¡Y más que el sol que arde el día entero
sobre ella, la flor sentirá el frío
de no tener mi corazón que apenas tuvo!..
El mundo me fue estrecho o me fue ancho.
De un punto negro a otro
—negro también…—voy caminando…
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DESMODUS RUFUS
(Murciélago Común)
Recortado del raso con que forran
las cajas de los muertos;
gustador de óleos místicos
y sangre de corderos.
Tú sabes los caminos de la noche
y en tu menudo cuerpo
caben dos glorias que jamás se unen
en otro ser: alas y pecho.
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MARINERO DE ROSTRO OSCURO
Marinero de rostro oscuro, llévame
en tu barca esta noche… ¡Y no me digas
dónde vamos! Quiero partir sin rumbo:
Dejaremos en tierra las intrigas
de la esperanza y del recuerdo cómplices…
¡Y nos daremos a la mar…! ¡Que el viento
empuje nuestra barca a donde quiera
mientras la luna llena da un momento
sobre tu rostro obscuro…! ¡Que las olas
nos lleven y nos vuelvan muchos días
y muchas noches…! ¡Navegar sin rumbo
como las nubes lentas y sombrías!
Como las nubes… Entre las neblinas,
por mares misteriosos, bajo cielos
blancos y soledades infinitas,
navegar sin temor y sin anhelos…
Marinero de rostro oscuro, nunca
me digas dónde voy ni cuándo llego:
¡Qué son ya para mí, ruta ni hora..!
Serás como el destino, mudo y ciego,
cuando yo, frente al mar, los ojos vagos,
de pie en la noche, sienta una ligera
y lánguida emoción por la lejana
playa desconocida que me espera…
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POEMA IX
Dichoso tú, que no tienes el amor disperso… que no tienes que correr detrás del corazón vuelto simiente de todos los surcos, corza de todos los valles, ala de todos los vientos.
Dichoso tú, que puedes encerrar tu amor en sólo un nombre, y decir el color de sus ojos, y medir la altura de su frente, y dormir a sus pies como un fiel perro.
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SUMISIÓN
Porque ataron mis huesos
unos con otros, soy.
Porque algún día los desatarán
ya no seré.
Soy y no soy solo a través
de este poco de cal y de artilugio.
Camino y no me aparto de una vida
hecha ya de antemano
para la eterna inmovilidad,
de una muerte enderezada brevemente.
Camino todavía,
pero mi propia muerte me cabalga:
Soy el corcel de mi esqueleto.