Hubo en Latinoamérica un genio más reacio aún que Juan Rulfo a publicar su obra. Que apenas publicó es un hecho. Y que no hay riesgo alguno en llamarlo genio, también. Hablo del nicaragüense Carlos Martínez Rivas (1924-1998), un caso inusual entre los inusuales, precoz, magnético, cáustico, cultísimo y salvaje, una potencia y a la vez un quiebre de la lengua surgido en el país de Rubén Darío y Ernesto Cardenal, un escritor alejado de toda convicción, como no sea la fidelidad a la palabra escrita como lugar donde no caben los miramientos ni las medias tintas ni las tintas tontas, sino la puesta en práctica de una lucidez endemoniada, un encaramiento feroz de todo lo humano, aunque no desprovisto de delicadeza, finura, goce y risa, como la que produce ese poema donde exhorta a un colega a “no escribir su correspondiente elegía a Alejandra Pizarnik… No es indispensable, poeta, que la escriba”.
Ganó a los 17 años un concurso con un poema impresionante, “Una rosa para la niña que volvió por su muerte”, luego publicó un tríptico amoroso mejor que los Veinte poemas de Neruda y en 1953 un único libro, de título elocuente entonces, ahora y siempre: La insurrección solitaria. Después vivió 35 años sin soltar la escritura, pero también sin soltar libro alguno a la imprenta, y todo ese material fue póstumamente compilado bajo el nombre de Varía y Allegro Irato, “ira alegre”, concepto que define bien el carácter de su poesía.
Hablé de Rulfo para referir su perfil editorial. Hablaría de César Vallejo para dar cuenta de la hondura de su poesía. Que no ha sido aún debidamente conocida en toda Latinoamérica es algo que será corregido tarde o temprano porque todo cae por su propio peso, y el peso de la poesía de Martínez Rivas es el de la fatalidad. Lo supieron sus contemporáneos, Cortázar, Paz, Claribel Alegría, Cardenal, Álvaro Mutis, Blanca Varela, lo saben hoy todos en Centroamérica y algunos, cada vez más, en el resto del continente. Falta que lo sepa bien todo el mundo. No ayuda a eso que sus derechos los tutele el orteguismo. Pero todo tiene su tiempo. Es un volcán, Martínez Rivas, y su poesía, que a ratos parece escrita en el futuro, un magma que tarde o temprano nos alcanzará. Apostaría lo que sea, sino fuera porque, como escribió él mismo, “ser el ganador es una vulgaridad”.
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LOS PERDEDORES CAEN EN LA LONA
Ser el ganador es una vulgaridad.
Yo, personalmente, me sentiría abochornado
si me levantaran el brazo ante la multitud
en el cuadrilátero bajo una luz de oprobio.
¿Por qué?
¿Porque derribé a un luchador solitario
que ni siquiera combate conmigo
sino consigo
y a lo mejor era mejor que yo?
¿Por qué no le levantan el brazo también
al que está en la lona caído
si peleó lo mismo?
Gene Tunney era mejor que Dempsey.
No un bruto. Un científico. Un poeta
que escribe en su Autobiografía, ARMS FOR LIVING:
“Allí estás solo.
No hay amigos allí. Te la juegas sin nadie.
No hay partidarios excepto tus brazos”.
El perdedor estudió su técnica en anteriores
combates. La suya y la del adversario.
Las comparó en rollos de películas proyectadas
en el comedor, después de la cena, con sus hijos.
Niños de ardientes pómulos confiados en su fuerza.
Seguros de la victoria del padre.
Pero tal vez el perdedor estaba
perdidamente enamorado de su esposa
y roto por el insomnio. Como Jack Brennan.
—Sí. Como Jack Brennan.
Y durmió mal la víspera del encuentro.
No le respondieron los reflejos.
Se le agarrotaron los tendones del muslo.
Demasiado clinch.
Deficiente trabajo de piernas y juego de cintura
frente al otro: sereno, manteniendo
la guardia ortodoxa sobre la pierna izquierda
hasta el gancho mortífero,
como el gesto del embozado en el cartón de Goya.
El sudor del esfuerzo espaldar.
El tallado torso refulgente como diamante.
Un prisma proyectando un espectro de brazos
como luz en haces.
Pero nadie sabe que uno piensa cuando boxea.
Piensa en una caja de música de niños
y una esposa en trámites de divorcio.
Sentada Dios sabe dónde.
Dos ojos neutros en trámite de divorcio.
Ganar: vergüenza profesional.
Perder: destino sin concesiones.
Si todos somos, nadie es más grande.
Si la victoria de uno es la derrota de otro,
toda victoria es, en algún lugar,
un fraude.
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MESOPOTAMIA
MITOLOGÍA LODOSA
jaculatoria
Diosa IPET, la Grande.
Hipopótama nuestra.
Peluca de cabuya.
Garras palmípedas.
Tetas colgantes.
Ombligo humeante.
Cola de cocodrilo.
Guarda y protege a los
que vagamos de noche.
Espantando, ahuyentando
con la horrible presencia
que te preservó Virgen,
los malos espíritus.
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EN NADIE QUE FUI ME VI PASAR
Alguien de mi generación compañero
de mis años párvulos,
que, como yo, no sé por qué no ha muerto,
cruzó hoy la calle
conduciendo un viejo Chrysler.
Aunque no había vuelto a verlo desde entonces,
reconocí el perfil de casta familiar.
El perfil desfigurado por la agresión del tiempo.
Derruido por la constante agresión del tiempo.
Sin embargo, gracias al pasar fugaz
de esa deteriorada fisonomía,
recordé ¿por un segundo sería? en mi memoria
(la memoria que guarda todo intacto), recordé
recobrándola la faz de mi infancia.
De su paso quedó un fulgor, un haz de rayos.
Un halo pálido de prímulas
sin despuntar, en inicial pudor de abrirse.
En un día cualquiera, un don inefable.
Siempre algo así puede pasar un día cualquiera.