El argentino Héctor Viel Temperley (1933-1987) fue con absoluta libertad y soltura un poeta cristiano y místico en tiempos de descreimiento y ateísmo. Su penúltimo libro, Crawl, de 1982, fue escrito “en alabanza a la presencia misericordiosa de Cristo Nuestro Señor”. Conviene aquí repetir, para los fervorosos laicos, la advertencia que hiciera en 1986 un preclaro Fogwill: “No creer en el objeto de la fe de Viel, sino en los resultados literarios de una Fe que, ligándolo a una antigua creencia colectiva, lo ha unido a una nueva experiencia de saber sobre sí”.
De Viel se ha celebrado enfáticamente, y con toda razón, ese penúltimo libro, Crawl, y sobre todo el último, Hospital Británico, de 1986, que escribió en agónica convalecencia tras ser operado (en el hospital así llamado) por un cáncer que le invadía el cerebro y al tiempo que se enteraba del inminente fin de su madre (“mi madre es la risa, la libertad, el verano / A veinte cuadras de aquí yace muriéndose”). Y es que ese libro final abre un glorioso estilo tardío que resume y rezuma sus libros anteriores, de los cuales recoge versos y los reagrupa en un texto alucinante, repetitivo en su afán de aprehender algo esquivo, un libro de tono bíblico, lleno de intuiciones como noticias de otra dimensión (“la muerte es el comienzo de una guerra donde jamás otro hombre podrá ver mi esqueleto”).
Según Osvaldo Baigorria habría un poema más, inédito, que Viel escribió poco antes de morir en 1987, que se llama Magenta y comienza así: “Magenta es la barba de Cristo. Como rompiente de mar moja mi rostro”. Como sea, la concentración puesta en esos títulos finales hace que se desatienda o desdeñe –Fogwill mismo lo hizo– su obra previa, comenzada en 1956 y que tiene momentos altísimos, por ejemplo en Humanae Vitae Mia (1969) y en Legión extranjera (1982) –de los cuales provienen los primeros poemas incluidos al final de esta presentación.
Ligera pero trascendente, a veces, densa pero consuetudinaria, otras, la suya es una “poesía samurái”, según la describió Tamara Kamenszain –que también definió Hospital Británico como “la más minuciosa guía del cerebro humano” para cuya lectura “hay que perder la cabeza”–. Es una escritura de impresionante arrojo, gracia y ductilidad formal y temática, que va del poema breve (“Señor, estoy cansado. / Que me hablen solamente / de lejos y con banderas, / como a barco apestado”) al largo cántico y la iluminación en prosa, y que tiene tanto de éxtasis divino como de tráfico humano, de espiritual y corporal, una poesía llena de devoción y ángeles, pero también de caballos y sexo, de amor y momentos de un humor insólito.
Viel dio sólo una entrevista en toda su vida, muy poco antes de morir, en cama y tras una sesión de rayos. Se la hizo el escritor Sergio Bizzio. En ella Viel dice que no se ve como poeta religioso, para nada, sino como místico y surrealista. Y respecto a la escritura de Crawl, ese poema de inolvidable comienzo (“Vengo de comulgar y estoy en éxtasis / aunque comulgué como un ahogado”), reflexiona en estos elocuentes términos: “Si mirás Crawl de arriba es como un cuerpo que va nadando. Yo desplegaba el poema en el suelo y me paraba en una silla para ver dónde había algo que se saliera del dibujo. Me pasaba horas arriba de la silla fumando y mirando… Incluso trato de que las estrofas no tengan puntos hasta la tercera parte, porque quería que fuera un respirar, quería que cada brazada fuera una respiración”.
No está dicho al boleo, por supuesto. Si hubo otro elemento esencial en la vida y en la poesía de Viel fue la respiración –umbral entre esta vida y otra posible– y, más específicamente, la natación, ese ejercicio donde el respirar parece confundirse entre las aguas de la vida y las aguas del morir. Pintor, leñador, publicista, padre de siete hijos, Viel fue también un fornido nadador. El nadar aparece desde temprano en sus poemas, de hecho tiene un libro llamado El nadador: “Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada. / Soy el hombre que quiere ser aguada / para beber tus lluvias / con la piel de su pecho”.
Es llamativa y poderosa esta vinculación entre nado y fe. A riesgo de especular demasiado, se podría afirmar que la poesía de Viel es la demostración o puesta en práctica (o en cuestión, tal vez) de una idea que Kierkegaard desliza en Temor y Temblor comparando los mecanismos de la fe con los del nado, justamente. Según el filósofo danés, “si alguien desea aprender los movimientos requeridos para poder nadar, puede muy bien suspenderse del techo por medio de un adecuado sistema de correas y poleas y ejecutar entonces los movimientos precisos, pero no por ello podrá decir que está nadando. De un modo semejante puedo también llevar a cabo los movimientos de la fe, pero solo arrojándome al agua podré realmente nadar (no soy de esos que chapotean junto a la misma orilla) y estaré entonces haciendo los movimientos del infinito”. No es descabellado pensar que Héctor Viel Temperley se esmeró en ambos movimientos toda su vida buscando trascenderla, ejercitándose recíprocamente en el nadar y en el rezar, arrojándose sin poleas en las aguas y en la devoción y experimentando en ellas, brazada tras brazada y rezo tras rezo, una dimensión diferente donde las cosas coexisten de otro modo, en una perpetuidad de la cual su última poesía ofreció un testimonio que conmueve y deslumbra.
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Si en lugar de haber hecho
lo que hice
hubiera hecho todo lo contrario,
hoy, exactamente igual que hoy,
estaría gritando al cielo: Padre,
si es de tu agrado,
aparta de mi rostro estas moscas.
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BAJO LAS ESTRELLAS DEL INVIERNO
La liebre que una vez que yo miraba
atardecer —volaban los chimangos!—
salió del sol y se sentó a mirarme
El pájaro que una mañana
se posó exactamente sobre mi corazón
a una hora en que su cuerpo todavía
calentaba la piel más que el sol
El pene entre mis dedos de ese enfermo
al que ayudé a orinar mientras marchábamos
lentamente una noche a un hospital
cruzando playas de estacionamiento
La perra que buscaba a mi pene en la sombra
cada vez que salía para orinar desnudo
mirando las estrellas del invierno
antes de regresar corriendo hasta el colchón
iluminado por el fuego que ardía toda la noche
en los troncos que hachaba con mi hacha todo el día
La mujer que pedía serenamente auxilio
agitando los brazos y volviendo a nadar
en las primeras horas de una tarde pesada
en que yo con el pan en el estómago
no encontraba a otro hombre en las orillas
Y todos los metros que nadé por el mar
sin ver jamás a la terrible aleta
Y mi alegría de noche en las ramas de un árbol
oyendo tangos en mi adolescencia
Y mis siestas sentado junto al cajón de un muerto
descansando en la digna frescura de una bóveda
del verano porteño que nos había humillado
Hablo de todas las horas y de todos los días
y de todas las estaciones y de todos los años
Pero la liebre que una vez que estaba solo
se ubicó exactamente entre el sol y mis ojos
guardando exactamente la distancia
que guarda un ángel que visita a un hombre…
Y el pájaro que un día
se posó exactamente sobre mi corazón
lo que es igual a recibir de un golpe
el propio corazón en el lugar exacto
el único lugar del universo
donde es una victoria recibirlo…
Y la perra que se acercaba agitando la cola
cada vez que volvíamos a encontrarnos desnudos
y solos bajo el cielo del oeste…
En fin…
Brillan los miles de ojos que me miran
Brillan las estrellas del oeste en invierno
Sobre la borda del colchón iluminada por las llamas
me siento arreglo el fuego
leo diarios viejos mientras mi sombra crece
Son las tres de la tarde en el reloj
que después del almuerzo se detiene
La noche es larga
Toda la noche sopla el viento
Mi muslo brilla con la saliva de la perra
o entre las piernas de una mujer de buen carácter
desnuda alegre dormida satisfecha
Vuelvo a despertarme cuando quiero
Vuelvo a salir al frío y a orinar nuevamente
porque estas noches bebo mucha agua
El fuego hace sudar al que lo cuida
En fin…
Hice orinar a un hombre
Salvé del mar a una mujer lejana
Y sé que puedo recordar algunos otros
actos de más amor de más coraje
En fin…
Pienso en todas las horas pienso en todos los días
pienso en todos los años sin encontrar mi imagen
Pero una liebre un pájaro una perra
me miraron a los ojos al corazón al sexo
como creo que sólo me miró también el mar
una madrugada de verano en que vagaba
con una pistola en el puño sin tener dónde afeitarme
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HOSPITAL BRITÁNICO (fragmentos)
Mes de Marzo de 1986
Pabellón Rosetto, larga esquina de verano, armadura
de mariposas: Mi madre vino al cielo a visitarme.
Tengo la cabeza vendada. Permanezco en el pecho de
la Luz horas y horas. Soy feliz. Me han sacado del mundo.
Mi madre es la risa, la libertad, el verano.
A veinte cuadras de aquí yace muriéndose.
Aquí besa mi paz, ve a su hijo cambiado, se prepara
-en Tu llanto- para comenzar todo de nuevo.
…
Hospital Británico
¿Quién puso en mí esa misa a la que nunca llego? ¿Quién puso en mi camino hacia la misa a esos patos marrones –o pupitres con las alas abiertas– que se hunden en el polvo de la tarde sobre la pérgola que cubrían las glicinas?
…
Pabellón Rosetto
Soñé que nos hundíamos y que después nadábamos hacia la costa lentamente y que de nuestras sombras de color verde claro huían los tiburones.
…
Larga esquina de verano
¿Nunca morirá la sensación de que el demonio puede servirse de los cielos, y de las nubes y las aves, para observarme las entrañas?
Amigos muertos que caminan en las tardes grises hacia frontones de pelota solitarios: El rufián que me mira se sonríe como si yo pudiera desearla todavía.
Se nubla y se desnubla. Me hundo en mi carne; me hundo en la iglesia de desagüe a cielo abierto en la que creo. Espero la resurrección -espero su estallido contra mis enemigos- en este cuerpo, en este día, en esta playa. Nada puede impedir que en su Pierna me azoten como cota de malla -y sin Historia ardan en mí- las cabezas de fósforos de todo el Tiempo.
Tengo las toses de los viejos fusiles de un Tiro Federal en los ojos. Mi vida es un desierto entre dos guerras. Necesito estar a oscuras. Necesito dormir, pero el sol me despierta. El sol, a través de mis párpados, como alas de gaviotas que echan cal sobre toda mi vida; el sol como una zona que me había olvidado; el sol como un golpe de espuma en mis confines; el sol como dos jóvenes vigías en una tempestad de luz que se ha tragado al mar, a las
velas y al cielo. (1984)