Excepcional entre excepcionales el caso de Alejandra Pizarnik (1936-1972). Se la suele leer masivamente y con fervor iniciático, en varios países de la lengua, en la juventud, y pasan los años y no decae, al contrario, crece la delicada lucidez de su escritura. Si se toma en cuenta que publicó su primer libro a los 19 años, ya uno muy fuera de serie a los 24 (Árbol de Diana) y que antes de quitarse la vida a los 36 sacó tres o cuatro más de igual categoría y dejó inédita una obra importante, además de unos diarios asombrosos, sólo queda constatar que, al fondo de la leyenda, están la intuición aguda y la genialidad poética. Pizarnik, nacida y muerta en Buenos Aires, es autora de una poesía en que la sensualidad y la reflexión van tomadas de la mano, dando a sus obsesiones (el silencio, las sombras, las palabras, el miedo, los espejos, la muerte) el flujo veloz de corrientes que se entremezclan sin sosiego. La continuidad de su escritura se vuelve cálida, hospitalaria, pero su atracción principal radica en sus incontables destellos, repartidos tanto en sus poemas breves, entre los cuales se cuentan algunas de sus creaciones mayores (“decir con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome”), como en los poemas largos, a menudo en prosa, que reafirman recia pero serenamente una visión del mundo que sin ser amarga es lúgubre, pero que siendo lúgubre no es oscura: “Y que de mí no quede más que la alegría de quien pidió entrar y le fue concedido”.
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MENDIGA VOZ
Y aún me atrevo a amar
el sonido de la luz en una hora muerta,
el color del tiempo en un muro abandonado.
En mi mirada lo he perdido todo.
Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.
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VÉRTIGOS O CONTEMPLACIÓN DE ALGO QUE TERMINA
Esta lila se deshoja.
Desde sí misma cae
y oculta su antigua sombra.
He de morir de cosas así.
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INFANCIA
Hora en que la yerba crece
en la memoria del caballo.
El viento pronuncia discursos ingenuos
en honor de las lilas,
y alguien entra en la muerte
con los ojos abiertos
como Alicia en el país de lo ya visto.
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UN SUEÑO DONDE EL SILENCIO ES DE ORO
El perro del invierno dentellea mi sonrisa. Fue en el puente. Yo estaba desnuda y llevaba un sombrero con flores y arrastraba mi cadáver también desnudo y con un sombrero de hojas secas.
He tenido muchos amores —dije— pero el más hermoso fue mi amor por los espejos.
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Como una idiota cruzando la calle
tengo miedo, me río, me saludo en el espejo
con una sábana hedionda,
me corto de raíz,
me escupo, me execro.
Como una santa acosada
por voces angélicas
me hundo en la canción de las plagas
y me vengo, me renuncio,
me silencio, me recuerdo.