En 1958, el argentino Roberto Juarroz (1925-1995) publicó su primer libro, Poesía vertical. Treintaicinco años después, Decimocuarta poesía vertical. Nunca le puso a los doce libros que publicó entre tanto otro título que no fuese el de Poesía vertical antecedido por el ordinal correspondiente. Es, la suma de esos catorce volúmenes, una poesía de pensamientos, pero no de tesis ni de juicios ni tampoco de conceptos, como bien ha distinguido el crítico venezolano Guillermo Sucre, que ha dicho que por su continuidad perfectamente “su primer libro podría ser el último y viceversa” y que se trata de “una poesía de ideas que igualmente, y ante todo, son experiencias”.
Como una especie de diario de vida filosófico, o mejor, como los escolios y anotaciones a un tratado que no hubo para qué escribir, sus poemas no tienen títulos, son entradas en la experiencia, siendo la meditación la forma predilecta de Juarroz. Esto, y la falta de títulos, ha llevado a alguna crítica a decir que la suya es una poesía abstracta e impersonal, lo cual no es cierto. De abstracta tiene tanto como toda idea o divagación humana. De impersonal, poco, yo diría nada. Está en las antípodas de las insuflaciones de un ego leve satisfecho de sí mismo, eso de todas maneras, o de un comentarista embelesado con su propio devenir, pero detrás de cada palabra de Juarroz está indisimulada la presencia de una humanidad concreta, dubitativa, obsesiva, atenta lo mismo a los árboles que al vacío, a las palabras y a la piel, a una mosca y a la muerte, a la saliva y a la respiración, un poeta que da vueltas en torno a impensadas “comuniones secretas” y que jamás se desentiende del tan imposible como irrenunciable afán de “remodelar la casa del hombre… / para que la casa crezca con el hombre / y también se empequeñezca con él”.
Todo esto, más la serena inteligencia de las imágenes que sostienen sus cavilaciones, unas dosificadas notas de humor y cierta tendencia a lo fantástico (“Llaman a la puerta / pero los golpes suenan al revés / como si alguien golpeara desde adentro / ¿acaso seré yo quien llama?”), hacen de Juarroz una de voces más especiales e hipnóticas de la poesía argentina de la segunda mitad del siglo XX, figurando, más allá de toda diferencia, en una primera línea junto a figuras tan excelentes como Héctor Viel Temperley, Juana Bignozzi, Néstor Perlongher, Alejandra Pizarnik o Joaquín Gianuzzi.
Según Julio Cortázar, que lo leyó bien, a Juarroz, igual que a los presocráticos, le bastaba “mirar en torno para que toda visión prosaica caiga en pedazos ante ese apoderamiento total del ser por su poesía”. Y es verdad, a partir de una suerte de inocencia lúcida que permite remirarlo todo, su obra poética tiene, como la escritura de esos hombres remotos, tanto de comentario como de conjura de la realidad.
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Nos quedamos a veces detenidos
en medio de una calle,
de una palabra
o de un beso,
con los ojos inmóviles
como dos largos vasos de agua solitaria,
con la vida inmóvil
y las manos quietas entre un gesto y el que hubiera seguido,
como si no estuvieran ya en ninguna parte.
Nuestros recuerdos son entonces de otro,
a quien apenas recordamos.
Es como si prestásemos la vida por un rato,
sin la seguridad de que nos va a ser devuelta
y sin que nadie nos la haya pedido,
pero sabiendo que es usada
para algo que nos concierne más que todo.
¿No será también la muerte un préstamo,
en medio de una calle,
de una palabra
o de un beso?
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Usar la propia mano como almohada.
El cielo lo hace con sus nubes,
la tierra con sus terrones
y el árbol que cae
con su propio follaje.
Sólo así puede escucharse
la canción sin distancia,
la canción que no entra en el oído
porque está en el oído,
la única canción que no se repite.
Todo hombre necesita
una canción intraducible.
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Las cosas nos imitan.
Un papel arrastrado por el viento
reproduce los tropezones del hombre.
Los ruidos aprenden a hablar como nosotros.
La ropa adquiere nuestra forma.
Las cosas nos imitan.
Pero al final
nosotros imitaremos a las cosas.
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Ni siquiera tenemos un reino.
Y lo poco que tenemos
no es de este mundo.
Pero tampoco es del otro.
Huérfanos de ambos mundos,
con lo poco que tenemos
tan sólo nos queda
hacer otro mundo.
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A veces parece
que estamos en el centro de la fiesta.
Sin embargo,
en el centro de la fiesta no hay nadie,
en el centro de la fiesta está el vacío.
Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.