EL MUERTO
Franco Pesce
Literatura Random House
2019, 120 páginas
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¿Cuándo muere realmente una persona? ¿Cuál es el acontecimiento específico que marca el antes y el después de una vida? ¿Es, acaso, el último latido, ese que detiene de golpe el curso de la sangre? ¿Es el aire ya quieto, ahora incapaz de hinchar y deshinchar el pecho? ¿O es necesario que otro, por ejemplo, López, el protagonista de esta novela, decrete esa muerte? ¿Son, en ese caso, las palabras las que matan? ¿O es en realidad la escucha, el hecho de oír de la boca de otro esas palabras asesinas lo que finalmente consuma el acto de morir?
Franco Pesce, en esta breve novela, no teme detenerse ante la muerte y hacer de ella su material primario. Un material líquido y oscuro, que le permite esculpir un texto de una intensidad inusual, donde el duelo es explorado sin piedad, sin sentimentalismos, hasta llegar al fondo del dolor. Un fondo donde no hay catarsis, no hay revelación ni reparación, sino únicamente un vacío que Pesce contempla y luego describe con una lucidez a ratos feroz.
El muerto narra un acontecimiento: la muerte de Tiago. Este no es un spoiler, no se asusten, la muerte de Tiago es mencionada en el primer párrafo de la novela. Y es precisamente ese gesto, ese precoz anuncio de muerte, lo que descentra la narración. Mal que mal, ¿cuál sería el principio, el medio y el final de la muerte? ¿Cuál sería el principio, el medio y el final del mar? Como las olas que rompen sin que podamos definir dónde termina una y empieza otra, la muerte que acaece en este texto no termina ni empieza, no acaba de ocurrir, y por eso se nombra de manera obsesiva, compulsiva, volviéndola, por un lado, terriblemente real, y, por otro, vaciándola de sentido. Como ese juego infantil que nos llevaba a repetir una misma palabra hasta que cada una de las letras se desprendía y se desplomaba en el suelo y la palabra, al fin, dejaba de significar. Eso ocurre con la muerte en esta novela y ese derrumbe de las letras, ese momento extraño y desconcertante frente a algo tan común y sin embargo tan extraño como morir, es el hallazgo de Pesce.
López, el protagonista de El muerto, quiere acompañar a Tiago, su amigo, en el acontecimiento de morir. Cito: “Encerrado en la capilla oscura, me dije: no es posible entrar en la muerte de otro”. Y como no es posible, como incluso su propia muerte sería otra muerte y no la muerte de Tiago, entonces López emprende un camino contiguo a esa muerte, una senda cercana, que roza esa muerte pero nunca podría hacerla propia. En la novela El amigo, de Sigrid Nunez, la protagonista, enfrentada a la muerte de su mejor amigo, dice: “No quiero hablar de ti ni oír a los demás hablar de ti. Es un cliché, por supuesto: hablamos de los muertos para recordarlos, para mantenerlos del único modo que sabemos hacerlo, vivos”. El muerto de Franco Pesce emprende la ruta contraria. Hay escasos recuerdos de Tiago vivo, muchos menos que aquellos que vuelven al instante de su muerte. Y esa vuelta a la muerte acaba conduciendo a la extrañeza.
Cito:
“Lo que sí estaba lejos, era mi persona del día anterior. Algo era ahora distinto, a pesar de la continuidad. Busqué pesadillas; no había ninguna. Encontré algo como un letargo o una lentitud, un distanciamiento”, dice López. Y agrega, más tarde: “Las ideas, durante ese período, divagaban; quedaban remotas y a la deriva. Tenía las ideas y las podía pensar, pero no hacían efecto, no entraban en vínculos con lo que ocurría”. Y, después, en un momento que exalta la extrañeza: “quién habla ahí en esa voz, pregunté en mi cabeza”. “Mi cuerpo, mi cabeza, nunca habían tenido a alguien como yo”.
López es testigo de un acontecimiento que lo pulveriza. Hace añicos su subjetividad, su percepción de sí mismo y del lugar que su cuerpo ocupaba en el mundo. En la novela, de hecho, el protagonista ni siquiera tiene un nombre propio. Es un mero apellido, López, López a secas, sin un nombre capaz de clausurar su identidad. Y es que el nombre propio, en la novela, no podría pertenecer a López porque pertenece a su amigo Tiago, que es a su vez un puro nombre sin apellido. Uno y el otro, así, se vuelven complemento. El que muere mata al que se queda y se lo lleva al fondo, al final. Y el que vive arrastra consigo ese peso muerto para siempre. López deviene testigo de una muerte interminable y eso, ser el espejo de un acto que no culmina, lo ata para siempre al cuerpo que se hunde, atenazándolos (para emplear una de las palabras que obsesiona a López), en el fondo turbio de ese mar que no perdona. Tiago López, al final, podría ser un solo cuerpo.
En la escritura de Pesce la muerte es sometida a un ejercicio de descentramiento que permite escindir dos actos de otro modo encadenados: el ahogo y la desaparición. O, en otras palabras, Pesce narra el ahogo como causa de muerte pero luego examina la desaparición como negación de esa causa. Tiago, así, desaparece pero no termina de morir. Cito: “Lo cierto, ahora sé, es que rara vez termina alguien de morir: los que rodean al muerto lo impiden”, dice López. La desaparición de Tiago transforma el verbo morir (yo muero, tú mueres, él muere, todos nosotros moriremos) en un gerundio, “muriendo”. Desaparecer no es morir. Desaparecer es muriendo. Y desde esa palabra, muriendo, no es ya posible volver a la superficie. No es posible des-ahogarse.
El muerto es una novela implacable en su exploración del dolor y de la muerte como acontecimiento humano. No hay piedad hacia el dolor de la madre, no hay piedad hacia el dolor de la novia, no hay piedad hacia el propio dolor. Cito: “No hay cruce, hay vacío, y su frontera infinita es lo primero que la muerte despliega. Es, además, lo primero que la gente rehúye: con discursos y cartas”, dice López. La muerte quiebra el mundo en dos y El muerto se detiene en esa grieta y se hunde, nos hunde en una oscuridad de la que el protagonista buscará extraer certezas y encontrará solo una: la nada. Mirar a la cara a esa nada. Iluminar ese vacío con palabras que suturen esa grieta. Escribir sobre el vacío. Atreverse al silencio. Esta novela es breve por una razón muy sencilla: necesita silencios, es decir, ausencias de palabras. “No se trata de hablar sino de abstenerse de hablar”, dice López, “de dejar que la muerte se instale, de no hacerle sombra a esa muerte con frases burdas o inciertas”.
Dicen que el ritual funerario, el entierro o la cremación, nos distingue de otras especies. Que, de algún modo, ese ritual repetido infinitas veces nos dota de humanidad o acaso nos conforma como humanidad. Ignoro si esto será verdad, pero sí intuyo una cosa: hemos construido ese ritual para evitar la perplejidad y no encandilarnos ante tanta luz, ante tanto vacío. Para así saber de antemano el guion, qué decir, qué vestir, y no pensar “qué hago ahora, qué hacemos ante tamaño sinsentido”. En El muerto es precisamente ese libreto el que se derrumba, forzándonos, página a página, a contemplar el sinsentido. El monólogo de López intenta incorporar la experiencia negada de la muerte, comprenderla, volverla propia para morir con él, pero, de paso, y este es tal vez uno de los puntos más dolorosos del libro, el propio López intenta desesperadamente des-ahogar a su amigo muerto y cuyo cuerpo ha desaparecido.
Porque ¿cómo es posible morir y que no exista un cadáver? ¿Cómo es posible un territorio, un país, donde un cuerpo respire, hable, donde un cuerpo esté vivo y, un segundo después, desaparezca en un mar que sin embargo sigue estando ahí, azul, frente a todos nosotros? La tragedia de Chile es intentar responder a esa pregunta que de ningún modo tiene respuesta o cuya respuesta es la siguiente: “no, no es posible”, “ese territorio, ese país, no es posible”. Y lo que hace Franco es aproximarse al filo de esa duda, a su borde más íntimo, desde una voz que rehúye la reparación, el descanso, la catarsis. Horadar la muerte, asomarse al vacío, contemplar ese mar, el nuestro, que es también un espejo siniestro de lo que hemos sido y lo que hemos negado, esas son las caras de esta bella novela cruel.