En 2021, a poco de haber cumplido 90 años, Ernesto Rodríguez escribió este ensayo donde reflexionaba en torno a ese permanente intento de encuentro en la diferencia que él llamaba “crítica y celebración”. El texto, donde afirma que “no nos interesa un juego sin reglas”, permanecía inédito hasta que hace poco la Fundación Crítica y Celebración –que el propio Rodríguez armó al final de su vida– lo publicó en formato de plaquette, y que acá reproducimos cuando pronto se va a cumplir un año de la muerte de Rodríguez, profesor, ensayista y autor del celebrado libro póstumo El Distraído.
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Mientras vivimos, si es que hemos vencido las amenazas y miserias de la vida, nos la pasamos preguntando, descubriendo y conversando. Somos, decía Aristóteles, ese raro animal que conversa en la ciudad. En medio de la vida y de lo que nos rodea, nos preguntamos por el sentido de la existencia y el mundo. Al animal humano, a diferencia de otros animales cercanos, no le basta meramente con vivir, quiere vivir bien. En algún momento del paleolítico fue perdiendo el pelaje que lo cubría, aprendió a caminar erguido y le creció el cerebro.
Así lo dice el mito bíblico del Paraíso: el hombre y la mujer fueron creados por Dios y colocados en un lugar maravilloso en donde vivirían sin cuidado, inocente y dulcemente. Sólo les puso una condición: no podrían probar el fruto del árbol del conocimiento, ni el fruto del árbol del bien y el mal. Pero los probaron. Los humanos no podemos resistir la tentación de conocer. Por eso fuimos expulsados; arrojados a lo in-protegido, nos vimos obligados a conocer. Esa experiencia nos convirtió en humanos. Vivir es ese estar entre ser animales y dioses. Y nos ha gustado, ha sido el placer que nos distingue. Los hombres tienden por naturaleza a conocer, dice también Aristóteles, y eso, añade, nos produce placer, disfrutamos el sabor fresco, sorprendente de lo que estamos conociendo. La historia humana ha sido la historia del brote a conocer lo incierto, pero también a temerlo, pues la mayoría se resiste al cambio inevitable del mundo.
Para amansar a este animal inquieto, la sociedad ha entregado su formación a sacerdotes y profesores. Afortunadamente, en las religiones hay seres genuinamente religiosos y en las escuelas y universidades, espíritus libres. Expulsados de la naturaleza, hemos imaginado y construido un mundo, y ese mundo es histórico. El hombre no tiene naturaleza sino historia, decía Ortega.
Sólo el animal humano es capaz de salir de sí mismo, de transhumanarse, de ir más allá del hombre. Para asomarse a esa posibilidad todavía lejana, para habituarnos a lo que imaginamos, hemos demorado el cumplimiento de nuestras necesidades naturales, las hemos transformado en juegos, artes. Así, para ir de un punto a otro, hemos inventado pasos, peregrinaciones, estaciones, ritos de llegada; para alimentarnos, el arte culinario; para cubrirnos o descubrirnos, las vestimentas; para protegernos del descampado, las casas, las calles, las plazas y los bares; para dar lugar a lo misterioso, los templos y los tiempos del año; y para reproducirnos, los juegos gozosos e inciertos del amor y el erotismo. Hemos atenuado los peligros, nos hemos demorado, y hemos morado en esa demora. Haciéndonos amigos de lo desconocido, vamos diciendo lo que somos y en donde estamos: eso es la poesía. Y el arte más conmovedor, la música, hace aparecer lo que no existe.
El hombre es el animal poético e imaginario que se ha inventado a sí mismo. Y como para vivir bien necesita un lugar donde conversar y decidir, inventó las ciudades. Ha aprendido a explorar su inseguridad, y a gozarla. A ese brote que lo impulsa a conocer, a distinguir matices, a separar la paja del trigo, a revisar las evidencias aparentes, lo llamamos Crítica. Crítica de la razón, crítica de las costumbres. El ejercicio crítico mejora nuestras capacidades. Así, nos sentimos bien, nos saludamos, celebramos. La vida es crítica y celebración. Crítica y celebración de la vida y del mundo. Celebramos las buenas jugadas, el nacimiento y la muerte, el éxito y la sin salida, la acción, el trabajo y la contemplación. Y siempre atentos: mientras jugamos el juego de nuestra existencia, estamos criticando y celebrando a la vez. Este juego requiere el rigor de los oficios. No nos interesa un juego sin reglas. Debemos aprender a respetarlas, y a modificarlas también, para que el juego responda a los cambios del mundo. Rigor de los conceptos, también. La realidad humana puede ser de muchas maneras, pero no de cualquiera.
“Si los conceptos no están claros –dice Confucio–, las obras no se hacen bien; si no se hacen bien, decaen el arte y la moral, la justicia es insegura. Si la justicia no es precisa, el país no sabe dónde apoyarse. Por eso, no debe tolerarse que las palabras no estén en orden. Esto es lo que importa”. Parece escrito hoy día. A este intento de recuperación, a esta decisión de claridad que nos permita encontrarnos amistosamente desde nuestras diferencias, me parece bien llamarlo Crítica y Celebración.