Publicada en 1986, en España, cuando Carlos Droguett ya llevaba una década exiliado de Chile, la breve novela “El enano Cocorí” acaba de ser reeditada por La Pollera y se muestra como una de las piezas más notables del Premio Nacional: desde las primeras páginas, que acá adelantamos, se deja ver su estilo inconfundible, esa prosa densa, sinuosa, fascinante.
EL ENANO COCORÍ
CARLOS DROGUETT
La Pollera Ediciones
65 páginas, 2020, $9.000
lapollera.cl
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Por supuesto que a Isabel yo no le había contado nada, en realidad tampoco había nada que contar, precisamente por culpa del enano, pues él no me dejaba entrar. Si lo hubiera hecho, la historia en sí, en sus más leves e ínfimos detalles, no solo en su nervioso y vertiginoso comienzo, habría existido, pero el enano no. Adiviné desde un principio, que eso fatal y determinado ocurría, u ocurriría, que sin mis deseos vertidos y formulados en palabras, esta forma transitoria de dejar constancia de las cosas invisibles más que de las visibles, él, el enano, habría desaparecido sin dejar rastro.
A veces, al observarlo en su mirada huidiza, perdida, melindrosa, tenía la impresión de que más de alguna vez en su vida le había ya sucedido, que había dejado de existir súbitamente por la inesperada y desventurada circunstancia de que alguien entró por la puerta. ¿Cuántas veces tuvo que tragar su amargura y sus lágrimas? Yo no lo sabía pero estaba seguro de que habían sido varias y variadas, seguramente tantas que él mismo las habrá olvidado, quedándole solo como remanente en los ojos hundidos y sombreados ese estupor helado que mostraba la nostalgia, el terror, el vacío.
No, nunca le conté a Isabel ¿y cómo podría haberlo hecho? ¿Podía sensatamente contarle mis penas, dudas, sinsabores, cuando me sentaba a su lado en el primer peldaño de la escalera y cogía su pelo entre mis manos? Mencionar entonces al enano y las circunstancias del enano me habría parecido una indignidad, un mal presagio, un sucio rastro, un zumbido terrestre de moscas descendiendo sobre la frente adormilada del amor, de nuestro amor frágil, pobre, débil, solo, al que cuidábamos como a una criatura, junto al que nos tendíamos por temor de aplastarlo, de herirlo, de hacerle daño haciéndonos daño nosotros, parecía a ratos, sí, nos parecía y solíamos conversarlo, que él, nuestro amor, existía más que nosotros mismos, aún más, que nosotros, los tristes enamorados, teníamos vida y respiración, ensueños y proyectos, solo en virtud de su milagro, solo como consecuencia de que, sin embargo, él existía, por eso estábamos nerviosos, no porque aún no tuviéramos casa donde irnos a vivir, no porque yo no encontrara trabajo en el día y tuviera, todas las noches de luna de la primavera, todas las noches del invierno, que trabajar allá, bajo la claraboya húmeda de la imprenta de la calle Agustinas, corrigiendo las pruebas de los últimos cables recibidos del frente de Madrid o las apresuradas notas de un corresponsal francés, escribiendo sus últimos terrores en un hotelito de contrabandistas de Estrasburgo para precisar los rumores, en esos días solo los rumores, del fusilamiento de Federico García Lorca en alguna parte de España.
Dejaba suavemente su pelo en la falda y la quedaba mirando, pero veía los ojos inquisitivos del enano, sí, el enano tenía esa tozuda perplejidad y, allá muy lejos, cerca del soterrado recuerdo de la última vez que alguien traidoramente entró por la puerta y le ocurrió lo que le ocurrió, descender el poeta hacia la tierra de su muerte, tocando con sus manos la roca, abalanzándose con sus ojos sin luz a mirar esa sangre brillante que goteaba en la roca y en la tierra abierta y pensar, o decirlo, decirlo antes de pensarlo, esas gotas de rojo líquido soy yo, fui yo, Federico, el que tenía miedo de estar triste, el que tenía gozo de estar vivo, el que lloraba de felicidad e inseguridad, el que se iba cantando por los caminos y entraba riendo a las posadas y alquerías y se asomaba pálido y callado a la miseria y la injusticia.
―¿Por qué suspiras? ―dijo Isabel.
―Si no debo hablar, suspiro ―comenté―, tengo la excusa de mis 23 años, ahora puedo suspirar sin que me miren, sin que el enano salte de las tinieblas hacia la luz para gritarme ¡no sacas nada, no ganas maldita la cosa un milímetro si me vienes a mojar con suspiros la puerta!
―¿Qué enano? ¿Qué puerta?