“Levantar la cabeza y dejarse atrapar por la ventana es parecido a dejarse atrapar por un cuadro, una fotografía, un poema. En todos los casos, se interrumpe el curso habitual de la mirada”, escribe Macarena García Moggia (Viña, 1983) en el prefacio de este libro de ensayos en los que piensa desde muchos ángulos ese espacio primordial, el de las ventanas, a través de distintos acercamientos personales y críticos que incluyen una perspicaz revisión de obras de arte, poéticas y fílmicas. No hay tesis en demostración ni otro afán en estos textos que volver la mirada sobre las ventanas, la luz que las atraviesa y los espacios y posibilidades que a uno y otro lado de ellas encontramos. El siguiente es el capítulo sobre el proyecto de las “ventanas ciegas” de Mark Rothko.
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Una última oscuridad
“Porque cuando su propia luz se apagó no se quedó sin embargo a oscuras.
Una especie de luz le llegaba de una ventana en lo alto”.
Sobresaltos, S. BECKETT
Esta es la historia de un restaurante. De una serie de pinturas que decorarían las paredes de un restaurante. Es junio de 1958 y Mark Rothko, en ese entonces un pintor ya bastante reconocido, calificado a su pesar como «expresionista abstracto», recibe de parte de los dueños del restaurant Four Seasons, ubicado en la primera planta del edificio Seagram, en Manhattan, la invitación a hacerse cargo de la decoración del salón privado del que sería uno de los más lujosos restaurantes que jamás se hubieran inaugurado, según proclamaba la prensa del momento. Lo había recomendado Alfred Barr, director del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Sus cuadros estarían emplazados en el único salón privado del inmueble diseñado por Mies van der Rohe de acuerdo a su noción de «espacio universal» —marcos espaciales en cuyo seno puede tener cabida cualquier cosa—, entre piscinas, follaje, piedras travertino y accesorios de bronce, a lo que se sumaría más tarde una importante colección de arte que incluiría, además de los suyos, lienzos de Picasso, Joan Miró y Jackson Pollock. Le ofrecieron la onerosa suma de treinta y cinco mil dólares, nada en relación con los exorbitantes setenta y cinco millones de dólares que alcanzaría una pieza suya en un remate de hace algunos años, pero no era poco.
Rothko aceptó e inmediatamente se hizo de un taller adecuado para dar inicio a la producción del encargo site specific, un antiguo gimnasio reformado con proporciones similares a las del salón que se le encomendó. Hacía ya diez años que venía trabajando el gran formato, preferentemente vertical, con la serie de pinturas conocidas como Sectionals. Lo de ahora, sin embargo, tendría un formato algo distinto: imaginó un conjunto de paneles murales apaisados que rebasarían definitivamente el tamaño en el que hasta entonces había experimentado. «Para mí, los cuadros pequeños son como novelas y los cuadros grandes, como obras de teatro en las que uno participa directamente», aclararía a uno de los asistentes a la conferencia que en noviembre de ese año dictaría en el Pratt Institute. Y es famosa la confesión que hace a su amiga Dore Ashton cuando lo visita en su taller de Bowery Street y lo descubre trabajando en los paneles: «He creado un lugar», le dice. «He creado un lugar».
Realizó tres series, en total casi cuarenta paneles. La primera serie no le gustó como conjunto y la vendió aparte. En la segunda dio con la idea básica, aunque la fue modificando sobre la marcha; le parecía, todavía, demasiado cruda. La tercera, realizada entre 1959 e inicios de 1960, sería la definitiva. Si definitivo puede llamarse a un conjunto producido específicamente para un lugar en el que nunca se montó. Porque así fue: Rothko finalmente desistió, devolvió la plata y se quedó con los paneles. ¿La razón? Mucha tinta periodística y especulativa ha corrido tras ella. Existe, sin embargo, un testimonio al que varios se aferran. El testimonio de un modesto escritor norteamericano que en el verano de 1959 había coincidido con Rothko en el USS Constitution, viajando ambos de vacaciones rumbo a Italia.
Era la primera noche a bordo tras salir de Nueva York. Después de cenar, sustrayéndose al entusiasmo festivo que repletaba y repletaría cada noche los salones del barco, Rothko encuentra solo a John Hurt Fisher en el bar. Se acerca a él y se presenta. Toma asiento y le muestra interés en conversar —Rothko era, según se cuenta, un gran conversador: gran conversador, gran fumador y gran bebedor—, no sin antes asegurarse de que Fisher no tuviera nada, pero absolutamente nada que ver con el mundo del arte, un mundo que, según le aclararía, no le inspiraba ninguna confianza. Siendo que no era así, que el mundo de Fisher era, por decirlo de alguna manera, completamente otro —un mundo vinculado a la escritura pero, más precisamente en ese momento, al compromiso político con el candidato demócrata a la presidencia Adlai Ewing Stevenson, para quien escribía los discursos—; siendo así, entonces, Rothko se explaya contándole acerca del encargo en el que llevaba trabajando más de un año de manera incansable y que lo tenía no solo agotado, sino completamente enrabiado. «No aceptaré nunca más un trabajo como este», le habría dicho, o al menos eso recordaría Fisher que le dijo Rothko cuando horas más tarde, ya de vuelta en su habitación tras varios whiskies, se animara a sacar su libreta para anotar la sustancia, lo medular de esa primera conversación. «De hecho», continuaría Rothko con sus diatribas, «he llegado a la conclusión de que ninguno de mis cuadros debería estar expuesto en lugares públicos. Acepté el encargo como un desafío, con la peor intención. Con la esperanza de pintar algo que le estropeara el apetito a todo hijo de puta que comiera en la sala. El mejor cumplido sería que el restaurante se negara a colgar los murales, pero no lo harán. La gente aguanta lo que sea hoy día». Aguantarían incluso, según creía, verse rodeados de una serie de ventanas tapiadas que, como las de Miguel Ángel en la Biblioteca Laurenciana, en Florencia, no miraban en ninguna dirección ni se abrían a efecto alguno de profundidad —«Estamos a favor de las formas planas porque destruyen la ilusión y revelan la verdad», le había escrito a su amigo Gottlieb años atrás—. Serían ventanas que encarnaran la ceguera propia de los mausoleos, de la muerte, portadoras de esa suerte de realismo de lo oscuro que Didi-huberman observa en las ventanas de algunas tumbas con las que se encuentra en Ravenna: realismo de aquello que nuestros ojos se resisten a ver, incluso si en ellas persiste, en su ausencia, en su negatividad, la imagen insoportable de un futuro asegurado, inscrito bajo una forma rectangular que huele a huesos. (Teresa Wilms Montt: «Frente a mi ventana cerrada pregunto al tiempo cuanto más he de vivir».)
Rothko había iniciado ya, para ese entonces, la serie que más tarde se conocería como la definitiva. Había dado, por ejemplo, con la paleta cromática, que describió a Fisher como una «paleta oscura, más sombría que cualquier otra cosa que hubiera hecho anteriormente», la que en todo caso alcanzaría su espectro definitivo al confrontarse tras el desembarque con los frescos romanos que decoran el antiguo comedor —el triclinium— de la Villa de los Milagros, en Pompeya, representación de un rito de iniciación en el culto a Dionisos. Creía, sin embargo, que ni esa paleta hecha de púrpuras, rojos vinosos y negros ópticos lograría vérselas con la indiferencia del espectador, al que consideraba tan capaz de activar un cuadro con su sola mirada, como de matarlo con su desprecio. A ello debían sumarse las duras críticas que había recibido de parte de sus amigos por haber aceptado el encargo: Barnett Newman y Clyfford Still, los más severos, lo habían tildado de «prostituta del arte». Por eso intentaba excusarse: «Debemos encontrar un modo de vida y un trabajo que no tenga la consecuencia de ir acabando con todos nosotros», le confesaría a Fisher, algo dolido, durante alguno de los cuatro días que duró el trayecto. O tal vez más tarde, mientras recorrían juntos las ruinas de Nápoles.
Lo cierto es que, pese a la rabia y la desconfianza, la búsqueda de Rothko seguiría en pie y no se detendría hasta el momento en que, ya de regreso de su viaje a Italia y teniendo el encargo más o menos listo, él y su mujer fueran a comer al restaurante de cuyas paredes colgarían las ventanas ciegas en que se habían convertido sus paneles. María Gainza lo imagina así: «El restaurante rebalsaba de trajes azul marino de Brooks Brothers, corbatas de Stefano Ricci, collares de perlas y estolas de armiño. Rothko saboreaba un gazpacho, sus ojos nerviosos escaneaban el lugar. De golpe, detuvo la cuchara en el aire, a mitad de camino entre su boca y el plato, y le preguntó a Mell —su esposa— si no olía algo raro. «¿Qué clase de olor?», dijo ella. «Como a dinero podrido», contestó Rothko. Luego apuró el trago, empujó la mesa y anunció que rompería el contrato».
Hoy día buena parte de los paneles se conserva en la Tate Gallery de Londres y en el Museo Kawamura, en Japón. Se parecen a lo que vemos cuando cerramos los ojos frente a una ventana cuya luz nos encandila: el marco que se trasluce a través de la carne de los párpados, la carne de los párpados resistiéndose, roja, a la oscuridad. A una última oscuridad.
LA TRANSPARENCIA DE LAS VENTANAS
Ensayos sobre la mirada
Macarena García Moggia
Editorial UV, 2022, 140 páginas
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