Cristian Geisse (Vicuña, 1977) es narrador y poeta y un heredero notable de la poética carnavalesca de Alfonso Alcalde. En su nueva novela, Tu enfermedad será mi maestro, vuelve con la mano más suelta que nunca y la mente disparada para contar historias donde otras mentes, a su vez, se disparan en inesperadas direcciones. Delirios, misticismo, afectos y, por supuesto, risas y penas. Este es el primer capítulo.
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Pienso en la muerte.
Veo a mi madre caminar por los oscuros pasillos del hospital dando pasitos muy cortos, tan encorvada que ya tiene una pequeña joroba. Veo su pelito completamente gris y su carita llena de arrugas. Siento una ternura muy grande cuando la veo saludar a una niña pequeña que se esconde tras su madre. También mientras habla a todo el mundo, creyendo que conoce a cada persona con la que se atraviesa. Tiene apenas setenta y cinco años, pero algo pasó en su cuerpo y en su alma. Porque no es vieja, pero está vieja. Tiene un ojo en tinta, parece que alguien la hubiese golpeado. También tiene una muñeca fracturada. Es una fractura leve, afortunadamente, por lo que no fue necesario enyesarla y solo debe usar una férula. De todas formas tiene el brazo muy hinchado y moreteado. Continuamente pregunta si se puede sacar la férula, que hasta cuándo tiene que usarla: hasta la otra semana, mamá. En realidad quizás sean dos meses, pero así se tranquiliza. No recuerda qué pasó. Y lo que pasó –de acuerdo con la María, que la estaba mirando desde la cocina– fue que se estaba apoyando en una mesa y de pronto empezó a irse para atrás hasta que la mesa se le terminó, se golpeó la cara en la pared y al caer al suelo se afirmó rompiéndose la muñeca. Esto sucedió apenas un par de días después de que una terapeuta ocupacional nos visitara en la casa y nos dijera que mi madre ya no podía tener más accidentes, que debíamos cuidar que no se volviera a caer, que era necesario crearle nuevas rutinas.
La terapeuta ocupacional apareció porque la cosa se nos estaba poniendo muy cuesta arriba. Mi mamá tenía variaciones importantes de ánimo. Un rato estaba feliz, al otro quejándose y rezongando, después insultaba a quien se le pasara por delante y luego andaba llorando a moco tendido. Le costaba demasiado conciliar el sueño. Se levantaba unas mil veces durante la noche, a menudo a la mitad de alucinaciones.
Como un auxilio del cielo recibí el mensaje de Tatiana, una prima que me escribió para contarme el caso de un empleado de la empresa donde trabaja. Me dijo que este tipo pedía muchos permisos y hasta licencias relacionadas con los cuidados que necesitaba su madre enferma de Alzheimer. Después de un tiempo, ella se dio cuenta de que la situación se había calmado. Le preguntó cuál era la explicación, y el hombre dijo que había comenzado a asistir a un programa de salud mental en el hospital de Vicuña, donde le hacían terapia y le daban una serie de medicamentos que la habían estabilizado. De golpear e insultar a sus nietos y a su nuera, pasó a ser más parecida a la persona tierna y amable que era antes de que se le declarara la enfermedad.
Yo partí corriendo al hospital, pero como era febrero y por lo tanto vacaciones de verano, el inicio del programa se iba a demorar. Para llegar al médico y a la entrega de los medicamentos iba a pasar al menos un mes, antes debíamos recibir la visita de un terapeuta y después de un asistente social, pero el asistente estaba de vacaciones. De todas formas nos inscribimos y afortunadamente a la semana estaría la terapeuta ocupacional en la casa. Pero nosotros necesitábamos algo un poco antes, la situación era muy pesada y todos lo estábamos pasando mal. Tatiana también nos habló de un siquiatra con el que nos terminamos viendo mediante una videollamada. La sarta de leseras que habló mi mamá por más de veinte minutos lo llevó a confirmar un diagnóstico anterior: el suyo era un Alzheimer severo. Nos recetó los medicamentos: Risperidona en gotas, diez gotas en agua a las cuatro de la tarde y diez gotas por la noche. Quetiapina de 25 gramos, media pastilla por la noche. Nirvan de 2 gramos, una por noche por dos meses. Ese último, que era un inductor del sueño, una eszopiclona –¡que no es lo mismo que una zopiclona!–, no lo pudimos encontrar en el pueblo. Fui yo el que lo anduvo buscando, con una fotografía de la receta que nos extendió el psiquiatra online. Cuando me decían que no había Nirvan yo les preguntaba si no tenían un equivalente, por favor. Me miraban de reojo, sospechando que eran para mí. No lo tenemos y son medicamentos con receta retenida, me decían. ¡Que no se dan cuenta que no soy un drogadicto! ¡Simplemente estoy muy nervioso y necesito paz para mi corazón! ¡Las pastillas no son para mí, son para mi madre enferma que nos tiene a todos con los nervios de punta! ¡Ayúdennos, por el amor de Dios! Por supuesto no dije eso en ninguna de las cuatro farmacias del pueblo, pero ganas no me faltaron. Tuvimos entonces que aguantarnos por una semana, justo hasta cuando se cayó mi mamá y tuvimos que ir a La Serena para que la viera su hermano, que es traumatólogo y nos extendió una nueva receta, esta vez para comprar zopiclona, que como dije no es lo mismo, pero que estamos usando igual para que pueda conciliar el sueño.
Ya nos visitó también la asistente social y fuimos a ver a la doctora y el sicólogo, que extendieron un documento donde se consigna un nuevo diagnóstico de Alzheimer severo. Eso ya lo sabíamos, pero era necesario obtener el documento para futuros trámites y tratamientos. Nos recetaron casi los mismos medicamentos que nos dio el siquiatra, y le estamos quitando lentamente la zopiclona que recetó mi tío para que no se le produzca el síndrome de abstinencia. Debemos además tomarle varios exámenes. Creo que mi mamá se ha estabilizado un poco y que por fin tendremos una supervisión más regular. La idea es que tenga la mejor vida en la medida en que lo permita su enfermedad. Yo la veo caminar por los oscuros pasillos del hospital, dando porfiadamente pasitos muy cortos, encorvada, jorobada, fracturada, golpeada. Veo su pelito completamente gris y su carita llena de arrugas. ¿Qué pasó? El tiempo pasó. La vida viene con su muerte, porque es necesario. Hay que dar espacio. Aunque mi madre ocupa tan poquito espacio. Pero así es la cosa: el deterioro avanza inevitablemente y el final llega aunque uno no quiera. Yo que tengo sus genes comienzo a entender que en mi familia tenemos los telómeros cortos. Los telómeros son –digámoslo así– el extremo de los cromosomas, estructuras proteicas que nos protegen de pérdida de información genética durante la replicación de las células. La longitud de los telómeros determina de algún modo la esperanza de vida. Creo que por el lado de la familia de mi madre, el acortamiento de los telómeros se manifiesta súbitamente. Llega un momento donde de un día para otro los Navarro amanecen viejos. El reloj biológico avisa violentamente que se acerca el final del ciclo. La integridad del ADN se deteriora rápidamente. Las células comienzan a presentar problemas en su proliferación. Ya no se replican como antes. Los tejidos ya no se regeneran. Nos deterioramos y nos llega la tarde. Yo diría la tarde noche. Porque atardece rápido. Como en invierno. Y ahí estamos, encorvados, saludando a una niñita que se esconde tras su madre. Caminando con pasitos lentos, hablando a todo el mundo, creyendo que conocemos a cada persona con la que nos cruzamos en el oscuro pasillo del hospital. Tenemos apenas setenta y cinco años y algo pasó en nuestros cuerpos y nuestras almas que estamos así ahora. La vida pasó. La muerte está pasando.
TU ENFERMEDAD SERÁ MI MAESTRO
Cristian Geisse
Random House
2024, 164 páginas