Se acaba de publicar un volumen que recoge todos los recados que Gabriela Mistral escribió en su vida: Recados completos (Editorial La Pollera, edición de Diego del Pozo). Son textos, mayoritariamente escritos en prosa, cercanos al ensayo y el artículo de ocasión, y en su gran diversidad temática que abordan desde cuestiones políticas y literarias hasta la naturaleza, la educación y la religión. Acá reproducimos el texto que la poeta le dedica al queltehue, ese pájaro que “no es geniecillo de secano, le parecen mal los suelos desesperados”.
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Recado sobre el queltehue
El país tiene pocos zancudos: poca garza. Pero el queltehue está en el lugar en donde lo consentimos, en donde no se le hostiga el nidal y los polluelos. “Se da” como las plantas indígenas se dan; podríamos protegerlo y multiplicarlo hasta que fuese tan común como el molle, es decir, hasta que se volviese parte del paisaje en el llano central.
Porque, según las bestias y las plantas características y heráldicas, él es un avenido con relieve y atmósferas nuestras: él vino a estar con nosotros, él nos quiso por reino y nosotros le hemos sido ácidos y persecutorios. No por inhumanidad ni odio expresos: por banalidad y deporte.
El lindo queltehue es una zancuda, y no menos arisco y donoso que las otras.
Vino vestido en blanco y en negro acérrimos, y con el negro le da sobre lo alto, para rebose de hermosura, unos vivos metálicos, que sorprenden de pronto con la cuchillada del viso. Negro sobre el pecho y cola, y alas mediatizadas también de negro; y blanco lo que es de lucir: cuello, muslos y el vientre para asustar con demasiada tiniebla a la pollada que nace y vive asustadiza. Las patas, cosa de lucir también, en persona tan patuda van del rosado al rojo y hasta se ensombrecen de la cargazón del rojo. Con lo cual el sobrio no peca de desabrido ni de pintarrajeado en la pluma: un poco más de color y resbalaba a flamenco tropical; un poco menos y se quedaba en el absoluto un poco insípido de la garza.
Tres colores le bastan, y así a turnos de negro, los blancos no hostigan y los negros no lo entenebrecen en la fiesta que es la luz del valle central. Y eso de sustentarse sobre dos toques de aurora, como quien excita la pardez de los suelos, parece un bonito antojo o una misericordia. En los jardines está bien el tricolor no solo porque mate gusanos y bichos, sino porque bien mirado –y no se le mira– es otra flor, otra manera de ser lirio atigrado y de ser que tiene la tierra.
El muy galán quiere el agua como el arroz prefiere el agua, como los pueblos lacustres; no es geniecillo de secano, le parecen mal los suelos desesperados. Por eso yo no lo tuve en el norte, donde mandan la aridez y la sed. De tenerlo me lo tendría en la memoria de las manos y no en la de los ojos: la tuviese en su tacto doble de pluma blanda y pluma dura. El Distribuidor se lo dio a la niñería del gran valle, y uno de estos lo contará mejor que yo algún día.
Así vive, a pespunteado, a la orilla de los pocos pantanos o ciénagas de esa muy limpia tierra. Pero es liberal, y llevado a jardines bien regados, a hortalizas y a huertos bien regados, bien que está en ellos y se los aprende y se place de ellos.
En parque y jardín hace tanto como las plantas o más y mejor si ellos son de pelusse rosas. Casi de talla de niño, casi se parece a las muchachas de cuellos altos en la esbeltez y en el vuelo como todas las garzas; es mejor que todo volador y voltijeador, honra del cielo y la tierra; ornato si los hay y donaire de espacio azul y de espacio verde; moñudo como el chino de antes, flaco y no caricaturesco: gentile, diría el italiano, y el español diría “airoso”. El aire lo hizo para sí y también la luz que es gran ambiciosa, y la mota de tierra lo haría también de poco peso, en contraste con ella, la muy densa.
A esta hora, en que yo tengo delante unos pequeños en el pastal que miro, allá por Colchagua o Maule hay unas picadas o unos guiones blancos sobre la alfalfa o entre los yuyos azafranes, con los pocos queltehues que van quedando. Ellos no quieren acabarse, pero nosotros no cuidamos mucho ni poco de que nos duren; los pobres pajarotes maravillosos que burlamos sin razón, poniéndole tantos motes.
Él le paga sin amor al suelo. Porque a pesar del gran juego de alas y del vuelo fácil y alto, él anida allí en lo raso, porque el animador no se encarama de un salto en los árboles. Pues allí se queda a suelo raso y allí va a poner sus cuatro unidades; unos huevos oliváceos o pardos, y jaspeados, lindos de ver. No nos parecen “ponedura”; quien no sabe, los cree dejados caer allí y quedados. Como la perdiz del trigo, pero a esta le vale para guardia de su tesoro el velo y el pestañeo del trigo que mucho cubre. La pobre queltehue empolla a toda luz y viento como una loca o una atarantada. Quince o dieciséis días se le quedan allí expuestos al sol, a la mano, a la pisada al azar. Con ella no cuenta lo de “meterás entre la mano tu tesoro entero”.
Ahora se echan a volar. Es otoño en el país de Chile, ellos vuelan en grupo y al azar. Pero en julio, al apuntar de la primavera, irán en parejas, cabales por escogidas, perfectas en el “cielo azulado”, casi en relieve, la punta con la punta del ala, como sus mellizos orientales las garzas,
como los patos silvestres de Francia, decididamente apareados, casi calcados en óptimo azul que es el suyo.
Y van perfectos, porque aunque sean lindos comiendo por una sementera, perfectos no son sino volando así en su cifra doble y una, con los cuellos tensos lanzados como la flecha del indio, su igual, eufórica del azul, de viento y de la luz íntegros. Como que abajo todo es duro o lodoso, y es cerco y contingencia.
RECADOS COMPLETOS
Gabriela Mistral
La Pollera Ediciones
Santiago, 2023, 735 páginas