Hoy dirige el Museo Benjamín Vicuña Mackenna y antes estuvo a cargo del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Brodsky, ex FECH en dictadura, cada tanto manda cartas al diario reflexionando sobre lo que pasa. Su libro “Trampas de la memoria” repasa las discusiones en torno a la memoria en Argentina, Chile y Perú. Es decir, sobre cómo se recuerdan los años de la violencia en nuestras frágiles democracias.
¿Qué es lo peor que has visto en este tiempo?
Lo peor que he visto, lo que más me ha impactado fue la destrucción del metro en octubre del año pasado y la forma que asumió la represión policial, con graves violaciones a los derechos humanos.
¿Qué es lo mejor que has visto?
La votación masiva por el apruebo en el plebiscito y en especial la participación de miles de jóvenes, que desconfiando de la política y de la democracia se allanan por primera vez a ejercer su derecho al voto, abriendo con ello una gran esperanza.
“Ningún historiador te diría que se puede eliminar la violencia de la política, lo que no significa que esta sea productiva”
Hablamos la otra vez de la violencia, ¿crees que es posible sacarla de la política?
Ningún historiador te diría que se puede eliminar la violencia de la política, lo que no significa que esta sea productiva. Siempre habrá gente que cree que la violencia política es necesaria para abrir caminos, pero en Chile vimos que la violencia fue impotente para enfrentar la dictadura, en cambio la construcción de una mayoría social y política hizo el milagro.
Carlos Peña habla de los cambios generacionales que explican el estallido del año pasado, ¿no hay una generación que ve con otros ojos la violencia, a diferencia de la que protagonizó la transición?
Concuerdo con el análisis que hace Peña en el sentido que la actual generación nacidos en los 90 viven una grave contradicción cultural entre las expectativas que con razón tienen y la experiencia real a la que acceden, lo que produce frustración y rabia, especialmente cuando ven los abusos y privilegios de sacerdotes, políticos y empresarios. Sin embargo, no creo que toda esa generación valore o avale la violencia, más bien pienso que lo que hemos visto en la plaza refleja un fenómeno de violencia urbana bastante común en esta época y que pone a la policía como su blanco predilecto. Una confluencia de grupos ácratas, encapuchados, barras bravas y delincuentes comunes.
¿Qué fue para ti octubre del año pasado?
Una gran explosión de demandas, una enorme muestra de inconformidad con el país, especialmente con la agobiante mercantilización de la vida y la falta de sentido colectivo. Octubre fue, excluida la destrucción del metro y los saqueos, un momento de encuentro entre miles de jóvenes y trabajadoras de clase media que buscaban desesperadamente salir de su aislamiento individualista y darse cuenta que eran muchos los que compartían los mismos sentimientos, las mismas frustraciones y a medida que pasaban los días las mismas esperanzas.
¿Cuáles son esas trampas de la memoria que aludes en tu libro?
La principal trampa es la de la supremacía moral, sentirte que como víctima o representante de las víctimas, tienes un mejor derecho o puedes juzgar a los demás. La cultura actual convierte a las víctimas en los héroes. A nadie le interesa la historia de los vencedores, importa mucho más la de los derrotados. Eso lleva a las comunidades de memoria o a los agentes de la memoria a instalarse en una autodefinida supremacía que es muy peligrosa porque finalmente conlleva a una visión maniquea de la historia, de buenos y malos, héroes y villanos, que no permite comprender porqué pasó lo que pasó, y termina activando indefinidamente los conflictos del pasado. La otra gran trampa son los silencios de la memoria, lo que no se puede decir “para no favorecer al enemigo”.
Cuando hablas de los guardianes del pasado, ¿cómo se evalúa la política de Derechos Humanos del Estado chileno?
Hablo de los guardianes de un relato sobre el pasado, en donde se establece qué se debe decir y qué no se puede decir. Por ejemplo, en Argentina cuestionar que fueron 30 mil los desaparecidos es una afrenta, te acusan de negacionista, a pesar que todas las investigaciones muestran que fueron alrededor de 10 mil, una cifra ya de por si pavorosa, que no requiere exageraciones para inspirar un rechazo moral a la dictadura.
Ahora la política de DDHH en Chile para evaluarla hay que distinguir dos etapas: la década del 90 y desde el arresto de Pinochet hacia adelante. Los noventa están marcados por el informe Rettig y el arresto de Contreras, asi como por la aplicación por parte de los tribunales de la ley de amnistía con su secuela de impunidad. El siglo XXI en cambio vió llegar el Informe Valech y una cantidad asombrosa de sentencias judiciales: 642 sentencias y 579 agentes condenados. Algo sólo comparable con Argentina. A esto debería agregarse la política de reparaciones y los esfuerzos en favor de la memoria, cuya culminación es el museo de la memoria y los DDHH.
Considerando todo esto, y comparando con otras realidades similares, creo que el balance es positivo, aunque comparto que para las víctimas esto no es suficiente.
“La cultura actual convierte a las víctimas en los héroes”
El 18 de octubre ¿también muestra que no hay nada sagrado?
Al menos demuestra que ni el patrimonio ni las iglesias ni las estatuas son sagradas. Diría que en Chile habrá que hacer un gran esfuerzo por revalorar nuestro patrimonio, lo que a mi juicio pasa por aceptar la resignificación de muchos hitos y espacios, aceptar que con los tiempos las miradas cambian y, sin negar el pasado, reinterpretarlo a la luz de las sensibilidades contemporáneas.
¿Qué estás leyendo? ¿Qué recomiendas leer para entender estos días?
He aprovecha la pandemia para leer algo de lo que tenía pendiente. El hombre sin atributos de Robert Musil que es una novela enorme en extensión y belleza; también descubrí Resonancia de Artmut Rosa y La Violencia y lo Sagrado de René Girard, dos libros muy útiles para comprender las pulsiones de estos tiempos.
¿Cómo te imaginas el futuro?
No tengo idea. Desgraciadamente la historia no es progreso, pero me niego a no tener esperanzas.
¿Qué debiera tener la Constitución como eje central?
La democracia, las libertades, la descentralización, el reconocimiento a los pueblos indígenas y los derechos sociales. Una mejor repartija del poder tanto a nivel de las instituciones como en la sociedad.