Yomurí es el décimo libro que publica la escritora chilena Cynthia Rimsky, una novela llena de personajes y episodios excepcionales, donde la imaginación toma altura y velocidad inauditas. Eliza, una mujer joven debe hacerse cargo de su padre anciano y recién separado. Buscando qué vida darle, parten al sur, donde sus destinos se entrecruzarán con los de una comunidad que quiere recuperar tierras ancestrales. Antes, la mujer le ha buscado infructuosamente un asilo al padre y también se ha permitido distenderse en un bar llamado Insomnio, que es el episodio que acá adelantamos.
***
Eliza se sienta en el borde de una ventana a descansar. Del interior asoma una mujer con los pelos azules disparatados que la queda mirando. Ante su insistencia lee el cartel que pasó por alto y descubre que está fuera del bar Insomnio.
–A la gente en este país le falta personalidad, ¿no te parece? Miran por la ventana y si no ven a alguien famoso adentro, pasan de largo.
Avergonzada por la apelación, que le calza como anillo al dedo, a Eliza no le queda más alternativa que entrar. La propietaria ubica a la nueva clienta en la barra y vuelve a concentrarse en un cuaderno escolar donde anota los movimientos de los solitarios comensales apresados entre los ángulos punzantes de las mesas que ella misma diseñó en sus noches en vela. Las sillas no se ven más cómodas. Tuvo que haber sido su idea colocar sobre las mesas recortes de diarios, postales, volantes, piedras, hojas, invitaciones a cumpleaños, ramas secas que recolectó en sus caminatas por París y que al volver aquí, selló bajo vidrio para que no se las robaran. El pintor que dibuja a carboncillo pone su cartera en la mesa del sicólogo pálido y se traslada con el bloc a la mesa de la que llaman la ingeniera. El poeta de suspensores rojos se acerca a la barra y le mete conversa a la propietaria, le cuenta que estuvo en el funeral de Cortázar, ella se burla:
–Atención, llegó Cortázar.
La propietaria cuelga las comandas con perritos para la ropa de un cordel que pasa por encima de la barra. En el reverso de los papeles están escritos los nombres de los clientes. Su hermano, el pintor, el poeta, el sicólogo, la ingeniera, el jugador de pool, beben de espalda para olvidar la cifra que tensiona la cuerda.
La puerta se abre y entra un rucio canoso con las manos enterradas en los bolsillos de una vieja campera de cuero. Ningún solitario responde a su saludo. Su cabello fino sobrepasa el cuello de la camisa rosa con un cocodrilo en el bolsillo. Lleva varios días sin afeitarse. Pide un vodka, una Schweppes y dos vasos. Divide el alcohol y devuelve uno de los vasos al mozo para que se lo guarde en el refrigerador.
–Así tomo menos –le explica a Eliza.
–¿Y es efectivo?
–Mis niñitas dicen que con la campera de cuero me veo como un traficante de armas.
Parece más la campera de un aviador, el cuero tosco, gastado, con el cuello hacia arriba.
–Mi exmujer me tiró la campera a la basura. Me avisó mi hija mayor. Tuve que ir a mi casa, de madrugada, como un ladrón, y meterme en el contenedor de la basura para rescatarla.
A las niñitas debe parecerles extraño que use una campera vieja y abierta, a pesar del frío, como los traficantes de armas de las películas que él les permite ver y por lo cual su exmujer lo acusa de que no sirve como padre, además de como esposo, y las niñitas se ponen a llorar.
–¿Quieres compartir un ceviche conmigo? Es lo mejor de este lugar y queda la última porción.
–No me digas que vienes aquí por el ceviche.
En todo este rato no ha visto cocinar. Los frijoles negros son un pretexto para pedir pan, una vez que desaparecen, los solitarios siguen pidiendo pan. El ceviche trae salmón, mejillones y un camarón. El camarón se hace más y más visible.
–Nos queda el camarón –advierte el rucio.
Eliza consigue interceptar el tenedor que pretende meter en su boca. Los solitarios observan con curiosidad a la recién llegada comer del plato del extraño. Ella le agradece su galantería y ensarta el camarón en su propio tenedor:
–¿No te gustan los camarones? –le pregunta.
–Soy un caballero.
–Un caballero dispuesto a meter un camarón en mi boca.
–Quebrado y ahogado en deudas pero con el honor intacto.
–El honor sale caro.
–No te imaginas. Ya hace tres años que renuncié a todo lo que tenía.
–Se ha extendido –bromea ella.
El rucio le cuenta a Eliza que está viviendo momentáneamente en su cuarto de soltero en el departamento de sus padres. Le describe la colección de Sandokán, los libros de historia, especialmente batallas: Waterloo, Trafalgar, la guerra de Arauco y la conquista del imperio inca por Hernán Cortés; el banderín del colegio católico para hombres, el diploma de ingeniero, el crucifijo de madera, la cama de una plaza, el televisor elevado para dejar espacio a la tabla de planchar que la empleada extiende cuando él se decide a salir a la calle y cruzar el río para mirar desde allí el barrio de clase media alta donde está el departamento que dejó de pertenecerle –a pesar de las cuotas que pagó– y donde a esta hora duerme la esposa a la que renunció y sus tres niñitas. Describe la oficina que ocupaba como subgerente de una trasnacional; sube un piso hasta la gerencia con vista al cerro que pudo haber sido suya si sus subordinados no se hubieran confabulado en su contra a causa de los maltratos que él supuestamente les infligía, y el CEO de la empresa no hubiese aprovechado las quejas infundadas para darle la gerencia con vista al cerro a un amigo suyo de afuera. El rucio le muestra a Eliza dónde queda el banco que le daba crédito libre a sus sueños, el patio entoldado donde celebraba su cumpleaños con cien invitados, los restoranes de lujo adonde llevaba a los visitantes pagados por la empresa.
–¿Te echaron? –interrumpe Eliza la tragedia.
–Renuncié –aclara con orgullo–. Podría haberme quedado en la subgerencia y convivir con los cómplices de la maniobra que me dejó fuera de la gerencia. Mi familia, mis amigos, me aconsejaron que mantuviera bajo perfil y con el tiempo nadie iba a recordar lo sucedido. Conservar el trabajo, perder el honor.
El rucio pide la Schweppes, un vaso con vodka y otro vacío.
–¿Arrepentido? –le pregunta Eliza.
–Sin honor no tiene sentido vivir.
–No se puede vivir sin amor, madrecita –grita el sicólogo pálido.
El golpe remece las cartas, las florcitas, las piedras, la muerte de Cortázar, la exposición de Violeta Parra, el Louvre. Las botellas se vacían, no se reponen. Las deudas de los solitarios ya conocen el camino hacia el cuaderno.
–Por lo único que me levanto en las mañanas es para organizar mi odio –aclara el rucio.
–¿Y cómo se organiza el odio?
–Me concentro en los que me traicionaron.
–¿Te concentras cómo?
–Veo lo que no quise ver cuando me palmoteaban la espalda por el supuesto ascenso que me iban a dar, las risas que ahogaban al saber que ya habían escogido a alguien de afuera de la empresa, el goce que sentían al ver que yo no sospechaba que hablaban mal de mí con los CEOs. Escucho al ejecutivo de cuentas del banco, que me hacía llegar una caja de champán todos los fines de año, negar que me conoce; a mis colegas, negarme; a mi exesposa, destruirme.
–¿Eso te alivia?
–El odio me da fuerza para levantarme todas las mañanas a llevar a las niñitas al colegio que no pago hace cinco meses; me da fuerzas para encerrarme en el cuarto de servicio que me prestó mi hermana y mi padre en su oficina; me permite encarar el listado de probables clientes a los que debo llamar para ofrecer los servicios de la empresa que soy yo mismo.
–Cámbialas a un colegio más barato.
–Jamás las haría sufrir por mi culpa.
Eliza observa a la propietaria conversar con un hombre de facciones patricias que parece ser su amante.
–En Francia sí que hubo aristocracia, dice la dueña en voz alta para que todos escuchen. Aquí lo único que hay son inmigrantes muertos de hambre.
–¿Y cuál es el problema? –contesta el amante con facciones patricias–. Mi apellido infunde confianza a los bancos y a los inversionistas, hasta los dueños de ferreterías están felices de hacer negocios con un Undurraga Rodríguez.
–No es tu apellido, es el dinero de la familia de tu mujer. Yo que tú me volvería ahora mismo a la casa antes de que se de cuenta que se le descarrió una oveja –le dice la dueña del Insomnio.
–Vine a tomar un trago, este es un bar, ¿no?
–Hay muchos bares.
–Aquí tengo amigos –esgrime el amante.
–Estos son mis amigos. Tus amigos son los amigos de tu mujer y están durmiendo porque mañana tienen que levantarse temprano a hacer plata.
–¿Quieres que te diga que vengo aquí por ti? Vengo por ti.
La propietaria le da la espalda y vuelve a la caja.
–¿Otra botella igual? –le pregunta el amante al poeta y al hermano menor.
La propietaria saca cuentas, su hermano y el amante patricio no pagan; el pintor, el poeta y el sicólogo, si es que, a fin de mes.
–Yo siempre pago mis cuentas –se defiende el amante patricio.
–Ahora tenemos un nuevo sistema, servido y pagado.
–Están algo distorsionados pero son buenas personas –le comenta el rucio.
–¿Vienes hace mucho?
–El año pasado gané una licitación con la que iba a pagar todas mis deudas y comenzar de cero, pero el dueño de la empresa quebró y me pagó con una máquina para hacer sondaje, se la presté a un amigo y me la devolvió mala. Cuando la termine de arreglar, todos los que creyeron que iban a verme en el suelo, van a tragarse la lengua.
El plan del rucio no se afinca en números o proyecciones. La reparación de la máquina ocupa el lugar del hombre y de su honor. El poeta de suspensores rojos le añade al funeral de Cortázar la aparición de Carmen Balcells, a la aparición de la gorda, la conversación con la gorda y la colección completa de los títulos que editó en el Sena publicados por la gorda. El pintor añade a las tetas, los culos. El hermano menor de la propietaria llena la copa de la ingeniera, el vino rebalsa y usa su lengua para detener las gotas que se escurren por su escote. La ingeniera pregunta si la aman, le dicen que esta noche es amada. Ella quiere que la amen todas las noches. El hermano menor quiere una familia con muchos hijos; lo que más desea en su vida es tener hijos. Lástima que no consiga memorizar el código civil, este año volverá a reprobar. La ingeniera le dice que no se preocupe por el dinero y le extiende su mano vacía. El amante patricio pasa detrás de la barra y sirve un trago para él y otro para el jugador de pool. El poeta de suspensores rojos casi fue socio de la Balcells; el jugador casi tuvo el título nacional de campeón de pool.
–Me gustaría dormir contigo, pero no puedo fallarle a mi hija –le dice el amante patricio a la propietaria.
–Nos fallas a las tres.
–Soy un espécimen fallado.
La propietaria rompe el cheque a fecha con el que su amante no pagará la cuenta.
–No se puede vivir sin amor, madrecita –grita el sicólogo pálido dejando caer su mano sobre las cartas del exilio, las flores, Cortázar, Francia, el Louvre, Lacan.
–Chupasangres –les grita la propietaria–. En el día tienen dinero para comer, tomar, ir al cine, y por la noche vienen aquí a jugar al solitario gratis.
El mozo arroja los candados. Los solitarios forcejean, niegan, acusan, prometen, suplican, chantajean. Sobre el mesón quedan las cartas de intenciones, la bolsa de pañales, el almuerzo del día siguiente, la pensión de la ex, la garrafa de gas, la luz del próximo mes, el bastidor, los útiles escolares… El pintor quiere meterlo, en cualquier hoyo.
–La campera –le advierte el mozo a Eliza.
El rucio la dejó sobre el sillín cuando salió a telefonear al dealer que le venderá la cocaína que le permitirá llamar a la lista de clientes que lo sacarán del odio que organiza en la casa de campo de los padres, adonde llevaba a las niñitas cada quince días hasta que la madre le dijo que esa casa la tenía para relajarse y no para cuidar a las niñitas por él, y comenzó a odiarla a ella también.
–Si dejas la campera acá, estos capaz que la empeñan.
Eliza no tiene tiempo para negarse a recibir la prenda.
–Tu tarjeta de crédito sale inválida –le reclama la propietaria.
–No puede ser, si la usé esta mañana.
A regañadientes la vuelve a pasar por el lector.
–Está sin cupo. ¿Qué hacemos?
El efectivo que trae le alcanza para sus tragos, el rucio olvidó pagar el ceviche. Eliza busca dinero en el bolso, en los bolsillos.
–Tendré que venir a pagar mañana.
La propietaria le hace un espacio al final de la noche.
Afuera del Insomnio despunta el día. La campera de cuero le pesa, tendría que haberla dejado en el bar, es más factible que los solitarios vean al rucio antes que ella. En el forro de franela hay unos números escritos con plumón negro. Tte. 2º de la 7º.
Cristiana ya debe haber terminado de marcar las pertenencias del padre –nombre, número de cuarto y de pabellón–, en los calzoncillos, ambos calcetines, el pijama. Tiene que llamar a Peters a las yungas, decirle que el valor es más alto de lo previsto, a cambio, el padre disfrutará de un buen principio. Cuando Peters se encontró con que, en base a su investigación, el gobierno mexicano aumentaría la producción de amapolas, ¿habrá sentido que una vida sin honor no tiene sentido, ni siquiera para un austriaco?
La campera de cuero le queda suelta, no inmensamente grande teniendo en cuenta la contextura del rucio. Es raro que la misma talla se adecúe a ambos. Levanta el cuello y hunde las manos en los bolsillos como le vio hacer; sus dedos rozan los granos de arena del río al que lleva su odio. El interior se siente cálido y mullido. Tendría que llamar a Peters. Esta mañana cuando se metió a la cuenta conjunta, las Naciones Unidas habían depositado su sueldo. Es imposible que la tarjeta no tenga cupo. En el ventanal del hotel aparece reflejada la valentía del bombero de la 7º, el cuello levantado del aviador, el honor de las manos del rucio. No parece descabellado que Eliza lleve al padre a cumplir su último sueño de traer la paz a su familia. Cuando Sonya, su media hermana, lo eche de su casa, decidirá si lo viene a buscar o manda un taxi que lo lleve directo a Villa K. Esas cosas se pueden hacer. Una vez que deje al padre en casa de Sonya, podría volar a las yungas y caerle a Peters de sorpresa. Él nunca la invita a sus misiones con la excusa de que prefiere dejar el trabajo fuera de la casa. A veces siente que es la casa con ella lo que deja afuera. Pero Kovacs está convencido de que Eliza dejó sus sueños a un lado por seguir a Peters. Ella no recuerda haber tenido un sueño, sí un malestar. Desde que se puso la campera, tiene la sensación de que hubo un sueño.
YOMURÍ
Cynthia Rimsky
Random House, Chile, 2022
260 páginas
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