Se ha hecho costumbre hablar mal de la obra de la Constituyente. Se la trata con el mismo desprecio con que se trata a un engendro y puede que con mala intención. Atria advierte que entre estas voces críticas pueden haber muchos servidores de la Derecha, verdaderos quintacolumnistas, ocultos bajo el grueso camuflaje de la moderación y el civismo. Y es extraño porque toda esta gente que ha venido a hablar mal al parecer lo hace con enorme gusto y sin recurrir a la ofensa personal o el desprestigio. Y hemos llegado al punto de que cualquiera que tenga la ventura, y no necesariamente la valentía, de publicar una columna en algún medio conocido no desaprovecha la oportunidad para atacar el proyecto de la Convención por los flancos más diversos. Últimamente y como si todos estos pesimistas supieran lo que se viene, ha surgido una fuerte tendencia por desmarcarse de esta obra penosa. Algo de eso ha hecho el amarillismo mañoso que si bien -y de la boca para afuera- no reniega de alguna hipotética esperanza respecto del proceso imposible, hace rato que no hace más que alejarse de este huevo de serpiente y del recuerdo todavía fresco del implacable triunfo del apruebo.
Ahora no es malo recordar que hubo un tiempo -muy reciente por lo demás- en que votar por el rechazo equivalía a transformarse por la vía rápida en genocida, saboteador, colonialista o agente pagado por Patria y Libertad. El único movimiento que todavía reclama altura moral -y que de paso es admitido por estos pagos- es aquel que reúne a toda aquella gente que creyó de buena fe en todo este descalabro y que luego cayó en la sospecha y el desencanto, como cuando a alguien súbitamente se le quita el amor por una persona o una religión y por ahí se vuelve enemigo de la persona y de la religión o de ambas, haciendo lo imposible por sentirse libre de aquellos lazos que alguna vez definieron su destino. Y claro, a veces el desencanto lo justifica todo. Y uno puede permitirse advertir o amenazar de forma pública, vía columna o carta al director, que votará rechazo si este monstruo escritural (así como está concebido) ve la luz y amenaza con cobrar vida como aquella infame muñeca gigante que solía venir de visita en aquellos crueles veranos concertacionistas. Ay, cómo sigue espantando ese recuerdo, la muñeca durmiendo en Plaza de Armas (porque era ahí donde dormía, estoy casi seguro) y todo ese lote de gente transitando por ahí de madrugada, deteniéndose a observarla, felices como en un sueño mágico, haciendo también el teatro de que estábamos en una ciudad cosmopolita y no bajo un gobierno neoliberal y asesino.
Es comprensible el terror que provocan esos tiempos. Incluso ahora, cuando la Casa de Todos se hunde como la mansión Usher o como la vivienda varias veces ampliada con materiales distintos que mi padre construyó en el campo. La casa del campo, a diferencia de la construcción de los convencionales, se hunde por motivos naturales. Ha aguantado más de tres décadas (lo que incluye al menos un gran terremoto) antes de mostrar, ya iniciada la pandemia, un evidente desnivel en la techumbre de la entrada. Por lo demás si se hunde es porque se tiene que hundir y no por la mala intención de quienes la diseñaron y ejecutaron con inexperiencia más que con una mezcla de duda y obsesión milenarista. La casa del campo es oscura, por lo menos en el primer piso, el living se ha vuelto cada vez más chico -como si las paredes se hubieran acercado unas a otras- y en el invierno (porque todavía hay invierno en Colchagua) no se aguanta el hielo adentro y vieran lo que cuesta entibiarla. Pero es que han pasado tantos años y casi todos los que han dormido ahí -porque es mucha la gente que se ha alojado en sus dependencias- dudan que esto tenga mejoría y aún así no dejan de visitarla con la misma desidia alcohólica de los que sueñan con ir a la guerra y ven figuras pasar detrás de las ventanas, manillas que se mueven de manera misteriosa y todo ese grupo de espectros venidos a menos por causa de la sequía.
Entonces uno piensa en qué estuvo esta gente para elegir la metáfora de una casa. La vivienda en obras. Todo lo que tiene que ver con albañilería. Y pasa que nadie se imagina durmiendo bajo esa techumbre. Hasta ahora sólo ha generado una estampida de arrepentidos que no desean habitarla y que preferirían hacer vivac en el bosque o a cielo abierto antes de reconocerla como propia. Y es así como no pierden la oportunidad de hacer pedazos las ocurrencias que cada semana nos entregan sus autores. A mí en particular me gusta hablar mal de Atria y de Bassa, esa dupla de constitucionalistas que aún sabiendo con certeza el natural derrotero de esta ocurrencia no han dejado de satisfacer su propia megalomanía como quien empieza una guerra y no sabe cómo diablos terminarla. Atria ataca a los Amarillos por haberse atrevido a pedir algo de sentido común al reino de los convencionales. Los trata de servidores conscientes o inconscientes de la derecha o quizá de otros poderes ocultos. No menciona a la Masonería pero cómo me gustaría que la mencionara. Bassa no deja de hablar de plurinacionalidad, concepto y mantra que finalmente ha devenido en fin último de su vida. Ambos, embuidos del espíritu de los tiempos, suelen quitarle piso a cualquier crítica. Y arremeten con vigor ante cualquier descreído que pase por la calle. Atria, el sempiterno, se empecina con enfrentar a los tibios de corazón y a los temerosos, como si él fuera capaz de conjurar, solo y con sus propias fuerzas, todo el miedo de Occidente. Y dice, todo suelto de cuerpo, que ”deberían empezar a sacar de la discusión esta constante idea de que toda innovación en la nueva Constitución es el fin de la democracia”.
Yo sé que hablar mal de la dupla de defensores no tiene sentido. Tampoco tiene mucho asunto alegar contra la violencia o la sociopatía en general. Llegó naturalmente la hora de la desesperanza. De nuevo la muñeca duerme cerca de Plaza de Armas. Es cosa de que despierte y camine. Soñar con la posibilidad de que el pueblo combatiente se atreva a rechazarla no sólo es iluso. Es un insulto para los que siguen despiertos.