Después de publicar Un verdor terrible, la novela sobre descubrimientos científicos que desafían la lógica, Benjamín Labatut empezó a ser halagado pero también hostigado por lectores que se ubicaban espectralmente en el delirio. Hubo quien le preguntó si conocía la “desmaterialización”, una práctica que los mayas habían utilizado para escapar del tiempo. Un norteamericano le insistió en que leyera sus ideas sobre estructuras de tetrix interconectadas con que los universos evolucionan. Pero lo que lo envolvió en un espiral de insanidad mental, del que no iba salir tan fácil, fue el mensaje de una mujer chilena a su editor donde lo acusaba de plagio. Según ella, Labatut habría tomado para su libro lo que ella envió a una comunidad de lectura en línea. El problema era, como añadía en la carta, que niños chilenos estúpidos y ricos que quieren parecer inteligentes estarían usando ideas de un mercado negro. “¿Era yo el niño chileno estúpido y rico que quería parecer inteligente?”, se pregunta Labatut en su último libro el ensayo La piedra de la locura. Por más que fuese de un absurdo mayúsculo, y en principio le pareciera divertido, el asunto lo fue envolviendo en un morbo incómodo aunque más que razonable que lo llevó a frikearse estalqueándola sistemáticamente en sus videos de YouTube y su blog en cuya parte superior aparecía: “Haga click aquí para ver el contenido de mi cabeza”. En su paranoia hasta se sintió culpable por utilizar esta historia en el ensayo; como que le daba la razón.
De ahí en adelante todo se fue a tono con estos extraños personajes: vino de la nada un estallido social en Chile que, como cuenta en el ensayo, lo tomó completamente descolocado, luego arrasó una pandemia con la que perderíamos a lo menos dos años, y sumado a eso, o como parte de eso, el rumbo desconocido e impredecible que ha ido tomando el planeta en su realidad cada vez más interconectada y, por lo mismo, explosiva. Labatut quedó de cabeza.
Así en La piedra de la locura, hay una desolación teórica: “Las cosas han cambiado. Una cierta demencia se ha infiltrado en el mundo, gota a gota, y está tomando cada vez más fuerza. Ya no podemos simplemente desdeñar la paranoia, ni tampoco podemos confiar, con absoluta certeza, en que la ciencia -o incluso nuestros propios sentidos- será capaz de mostrarnos el mundo como es”, escribe.
Ante el golpe de lo desconocido, muchísimos instintivamente buscamos acogida en los clásicos de ciencia ficción distópica: J.G. Ballard, Ray Bradbury, H.G.Wells, George Orwell y Philip K. Dick. Por dar un ejemplo, hasta en las fotografías de epidemias del siglo pasado la mascarilla parece venida de una historia futurista. La repelemos porque es incómoda pero también porque refleja que nada de lo que ocurre puede estar pasando en la realidad y no es una posibilidad acostumbrarse al absurdo. Pero además, cubierta la boca hay que estar constantemente repitiendo para evitar errores. Quedamos como sordos pero sin poder leer los labios. Muecas relevantes permanecen ocultas e incompleto el mensaje. Hay un vacío. (Que es también una oportunidad de esconder nuestras faltas y desprecios. No somos maleducados pero quedamos indefensos ante la ironía que solo logramos deducir, a veces, de gestos, generando el alivio de la desconexión de las malas vibras). Hablarnos al oído, que resolvía muchas dudas, quedó ya muy lejos en el pasado. Una dimensión desconocida se apoderó de nuestro aislamiento: la prisión son los propios pensamientos atosigantes, para los que cada novedad captada sigue siendo insólita (y lo insondable si es reiterativo enloquece).
Labatut se engancha de Philip K. Dick para ilustrar estas situaciones inverosímiles a partir de un video, que se encuentra internet, de una charla en Metz titulada “Si te parece que este mundo es malo, tendrías que ver algunos de los otros”, escribe Labatut: “Más que en cualquier otro lugar, hoy vivimos en el mundo de Dick, una pesadilla plural y demente en la cual nunca podemos creer del todo en lo que vemos, sentimos y escuchamos o incluso en lo que pensamos. Lo real está fuera de nuestro alcance…Lo falso y lo simulado parecen estar asfixiando la verdad, mientras que los aspectos ficticios de la existencia asedian el tabernáculo de la razón”.
Por Un verdor terrible elevaron a Labatut a lo más alto de la literatura contemporánea. Ganó premios internacionales, fue recomendado por Obama, pero hubo una crítica que de alguna manera acusa en este ensayo y corrige. Que en su novela sobre la ciencia, basada en hechos reales mezclados con algo de ficción, solo hacía alusión a un mundo que en realidad era dudoso que manejara, y que se arrastraba al etnocentrismo sin poner mucho de su parte. ¿Dónde quedaban sus pensamientos? ¿su experiencia personal? ¿dónde quedaba él?. En el segundo ensayo que viene en el volumen, “La cura de la locura” está la mujer que lo acusa de plagio, y revela que el mercado negro es un gigantesco parásito que se alimenta de personas talentosas pero desconocidas, atacándolas sin que puedan defenderse, para luego dejarlas secas y vacías, con toda la energía vampirizada por sistemas de plagio automatizados. Así el escritor habría obtenido su novela.
Pero en La piedra de la locura Labatut da vuelta esta crítica. Se pone en el centro y escribe desde Chile “el país donde vivo”, como aclara en varias partes, y se desarma cuando sin aviso, todo lo que había sentido y comprendido de su entorno cercano era una falsa representación a lo Liebniz. Si ya en Un verdor terrible se cuestionaba las certezas, aquí queda impotente para enfrentar lo desconocido que lo asedia. Hay un porcentaje importante del primer ensayo dedicado a retratar el estallido social. Antes de que se produjera, escribe, había miedo y el país se quedó dormido, pero algo extraño, sin explicación, sucedió y lo cambió todo: “Los bebés despiertan aullando, y, durante octubre de 2019, una gigantesca erupción de ira social dejó al país de rodillas. Fue un cataclismo que nos golpeó con una violencia tan súbita, que cuando mis compatriotas y yo miramos a nuestro alrededor éramos incapaces de reconocernos”. Ningún científico, líder social o artista era capaz de explicar lo sucedido y cada persona lo interpretó como quiso “al no estar definido, lo contuvo todo. Aunque esto le dio una escala colosal y una fuerza inaudita, también socavó el proceso, porque nadie estaba seguro de por qué estábamos luchando”. La frase que coreábamos sin parar “Chile despertó”, escribe, adquirió tintes siniestros. Pero esto no impide que el autor celebre: “Fue una maravilla, una especie de milagro que desafió todas las interpretaciones, y que borró la lógica prevalente en un instante. Un big bang chileno. Nuestra propia singularidad”.
La apuesta de estos ensayos es su visión trasparente; es el propio pulso del autor el que habla y con el que consigue el ritmo trepidante de estas pocas páginas iluminadas por el vértigo que sigue a la crisis personal de la ausencia de sentido, la extrañeza y el desconcierto de estar parado en un mundo alocado imposible de descifrar.