1. Las imágenes que circulan por nuestras pantallas son, antes de ser imágenes, mañas expresivas y dramáticas. Ellas arden y nosotros ardemos con ellas. Pero decir, así con soltura de cuerpo, que “circulan por nuestras pantallas” solo sustrae de su privilegio a la pantalla. La pantalla es el anfiteatro. La pantalla es el “punto de capitoné” de la imagen. Y, en realidad, del teatro, de la poesía, del show, de la televisión y de los videojuegos.
A veces en la pantalla concurre el mundo. Es efervescente. Como un dínamo que moviéndose se recarga, la pantalla no es arquitectura aun siendo anfiteatro, y no es cine aun siendo luz. En la pantalla arde Roma y Nerón toca el arpa y, simultáneamente, nosotros lloramos antes de volver a la —digámoslo así con algo de pudor— realidad.
La ventana es una pantalla. Eso querían los renacentistas. Pero ahora la pantalla es una ventana. Y luego es una puerta, un dormitorio, y todo el resto de las ficciones humanas que pueden asomarse a ese rectángulo-cristal. La pantalla es el país. Un país en miniatura todavía. Pero no hay pantalla que no quiera audiencia ni tenga hambre. En la pantalla está el congreso, el banco central y el PIB. Combaten nuestros amigos y nuestros enemigos, «las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura».
Pero todo intermitente. Nada dura demasiado. Estamos todos cansados. Son los juegos de la mente.
2. John Lennon está musitando “Across the Universe” en el celebrado documental Get Back. Y ante el pesimismo del coro (“Nothing’s gonna change my world”) brota su agudeza habitual para intervenir la letra con algo así como un “ojalá no”. Y abre esa zanja brutal entre la ficción y la realidad, entre canción y vida, como advirtiéndose que no debe creer en su propia poesía. Debería distanciarse de ella, socarronamente, vivito. El autor del cuento no se lee —al menos en ese sentido— su propio cuento. Hay ficción en el poema como la hay en la canción. Y como la hay en el cine o el teatro. Algo similar hizo Bolaño en una famosa entrevista que le concedió a Cristián Warnken hace mucho tiempo. Preguntado por el epígrafe de “Los detectives salvajes” al escritor le pareció necesario aclarar que “vivir sin timón y en el delirio” no era una consigna saludable, al menos no para aquellos que él amaba.
Un artista que se protege de su propia ficción o que está atento a la rebeldía de sus canciones, un vigía ante el asalto de sus propias palabras. Una conciencia de ese tipo quizá nos resulte tanto desconocida como necesaria. Un orador que interpone entre su discurso y su audiencia un tartamudeo impropio, una especie de nota al pie que, en el bosque de los sonidos, se dibuja como una alerta. Pero el ejemplo de Lennon revelaría que esa lucidez queda confinada al espacio privado del boceto y del proceso artístico. No es una lucidez pública. Sí, es cierto que a Enrique Lihn le reconocemos ese papel, o uno parecido, el de que —a través de la poesía— duda de la poesía, si es que eso fuese posible. ¿Quién puede hablarnos y, al mismo tiempo y con el mismo ímpetu, prevenirnos de aquello que nos dice? ¿Quién dice una cosa creyendo o deseando otra? ¿O de eso se trata nuestro trabajo: escribir lo opuesto a lo que creemos? ¿Escribir (o cantar o bailar), en el peor de los casos, algo diferente de lo que creemos? Ese “ojalá no” de Lennon es una fisura, un lapsus o ¿un acto de fe en medio del escepticismo?
En la fenomenología de Heidegger la obra “develaba” pero, a la luz de lo visto acá, el artista parece ser el que esconde la carta, el que mejor blufea en medio de una comparsa de estafadores e hipócritas. El que define con mayor pulcritud, el que dibuja con mayor precisión una compostura, un rol, el que interpreta mejor algo distinto o —trágicamente— un mayor repertorio de cosas distintas. Escucho la voz de Robert Browning como la de un brujo en el escenario. No en vano decía John Keats, por otro lado, que el poeta es un camaleón, un hombre vacío, un “hollow man” (le robo a Eliot) que se llena de cuanto lo circunda.
¿Para qué? ¿Qué objeto tiene comportarse como camaleón? ¿Apuntar distinto dependiendo si se trata de ficción o de realidad? ¿Y ocultarlo como el apostador que desliza las cartas entre los dedos y compulsa —a veces— lo que tiene con lo que aparenta poseer? Si la victoria sobre el otro transita por el dramatismo de la interpretación, hay un nudo moral que podría desatarse. Pero ¿y si la audiencia desea ser timada? ¿Si ese juego es el que la recicla, le da paz, la sostiene en pie? Me recuerda la historia del rey Saúl, quien atormentado por un demonio después de haber perdido —por orgulloso— la gracia de Dios, buscó refugio en la música, en la melodía de un arpa interpretada por el futuro rey, el mismísimo David. Pero el mal de Saúl, su trágico fin, están asociados a este ansiolítico, a este narcótico musical que en vez de iluminar el mundo lo opacó hasta que la derrota fue total.
Inexacta, oscura como un glaucoma se volvió la calcinada luz del rey Saúl. Los artistas parecen tener permiso para eso: fabricar un papel, interpretarlo y engañarse en la perfección del drama. La audiencia, no está de más decirlo ahora, coincide. Asiste al teatro para contentarse consigo misma, para ordenar los papeles, pagar las cuentas con su injusticia. El bien, el amor, la equidad no son más reales en el cine o en el poema, sino que son más accesibles, llegan a nosotros (no siempre) como algo con lo cual podemos identificarnos por un rato sin tener que estar a la altura de su belleza. Y luego volvemos al áspero encierro del mundo, tan abierto para la dificultad y el dolor y la llama.
El problema práctico de esto, creo yo, está en que todos (o casi todos) somos artistas, todos leemos poesía, todos nos subimos a la delirante micro del “Magical Mistery Tour” y jugamos nuestro póker creyendo que no habrá un perdedor. La inflación está hundiendo a los países en el mundo de los símbolos. No es un buen síntoma el recital de poesía.
3. Conocí la poesía de Wallace Stevens gracias a un plagio. Se decía hace años que ese poeta, entonces joven, había construido casi íntegramente su libro a partir de una copia malintencionada. El libro era, en todo caso, deslumbrante. Creo que nunca había leído ni leeré algo así de consistente, musical, revelador y bello. En su minuto, algunos lectores que conocíamos el libro nos indignamos con ese fervor típico de poeta púber: con los dos codos en la mesa del vino y la cerveza, citando a Horacio, a Teillier y a cualquier otro escritor que ofrezca estatus. Y repudiando el poco espacio que nos concedía la envidia de los escritores más viejos que nosotros.
Pero el libro, en efecto, era un collage de poetas enormes. Si su defecto era la deshonestidad, habría que agregar que su virtud era la enseñanza. Conocí a grandes poetas gracias a el: Eliseo Diego, René Char, quizá Robert Frost o Robert Creely. Y por supuesto, el más explotado: Wallace Stevens. Acá el joven de esos años no tuvo pudor, y en cierto sentido lo entiendo. ¿Quién no hubiese querido escribir “Dominio del negro”, “Antorcha del valle” o “La vela de Ulises”?
Descubrí el fiasco en una feria libre, creo. Estaba sobre el cuadrado de tela sucia un ejemplar amarillo, radiante a pesar del tiempo. Era un ensayo sobre Stevens, de Hernán Galilea, publicado por la colección “El espejo de papel”. Incluía una antología de sus poemas.
De todos los versos de Stevens, me quedo —ahora— con estos: «Los símbolos antiguos no serán ninguna cosa entonces. / Habremos ido detrás de los símbolos / hasta lo que simbolizan…» No encuentro algo más contemporáneo que este reclamo. De una claridad invisible. Toda cultura tiene sus símbolos. Dibujos que remiten a algo. Imágenes y palabras que conducen, o intentan hacerlo, hasta el significado. El historiador Ernst Gombich, aunque estimulaba la etimología del símbolo, era consiente de sus límites. Sabía que los símbolos deben verse naturales, parte del paisaje, surgidos como un árbol que emerge espontáneamente en el jardín. Y de no ser así, los símbolos deben naturalizarse, parecer vernáculos mediante un esfuerzo deliberado.
A esto nos dedicamos los publicistas, los políticos, los diseñadores, los poetas. A dejar que los significantes se naturalicen hasta que puedan simbolizar algo. Esto es el mercado: un pasillo sin fin de símbolos que alguien pueda reclamar como propio. La velocidad y la técnica nos permiten, al menos, intentarlo. Carlos Peña se refiere a esto en su libro sobre la identidad: «La tarea de la política es esparcir un significante flotante que articule las múltiples demandas de la vida social hasta lograr constituir, en torno a él, un sujeto colectivo».
Los versos de Stevens describen bien, me parece, este momento de fastuosidad simbólica que es, al mismo tiempo, acompañada de un vacío, de una delgadez a la intemperie, de una renuencia letal al significado. La voz cruel y repentina del abuelo, por ejemplo, que en medio de la caña dice que mañana hay que trabajar, o la del centinela que nos advierte que vienen por nosotros, son ecos de Stevens o viceversa. Si no vamos por el significado, seguro él nos alcanzará.