Hubo varios intentos por recuperar la calle San Diego. Una universidad decidió que había que partir por el Teatro Cariola. Esa idea en particular fue de M. que en ese tiempo todavía era socialista y aparentemente entusiasta con la obra de la Concertación que decía gobernar con éxito rotundo. M. trabajaba en un hospital de la periferia como asesor, luego de haber sido expulsado del Servicio de Salud donde alguna vez ocupó un cargo que no era del todo mal pagado y donde servía a una jefatura muy nombrada. Eso fue cuando el alcohol empezó a perjudicarle la memoria. Puede que su iniciativa (y la de la universidad) fuese anterior a la expulsión, cuando él apenas venía graduándose, su aspecto físico no lucía tan deteriorado y las autoridades lo consideraban parte de la generación de recambio. De hecho un primera producción teatral no lo había dejado mal posicionado sumándole incluso alguna gente, serían 10 o a lo más 15, que lo asistían con alguna devoción.
Yo creo que en el suma y resta quizá apadrinar sea la palabra correcta. Recuperar supone meter más plata al asunto y por lo que pudimos ver aquí no había tal movilización generosa de fondos. Todo iba a partir con algo parecido a un carnaval un sábado a finales de invierno. Y fue más o menos así. Cerca del mediodía gente vestida de magos y gatos descendió delante del frontis del teatro desde 3 vehículos adornados con globos, dejando que además se bajara un malabarista y quizá alguien disfrazado de conejo. Ni a la universidad ni a M. le preocupaba que no hubiese nadie con zancos. Es verdad que la súbita llegada en auto, opción más directa y a la vez menos atractiva que un pasacalle, hacía impracticable esa atracción en particular. Es probable que, incluso antes del advenimiento de la muñeca gigante y de todos esos engendros bestiales que trajeron los franceses, la gente hubiera empezado a despreciar los zancos como desprecian hoy las batucadas municipales.
Luego de la toma artística en la calle venía una serie de números en el escenario, obras del elenco local inspiradas en la zarzuela. La misma gente de la intervención callejera debía hacerlas del público. El teatro estaba casi vacío. Sólo se veía a la gente de M., algunos familiares y amigos y no sé si algún representante oficial de la institución que los enviaba al sacrificio.
Incluso sin tener siquiera la intención de recuperar un teatro y menos una calle, las universidades -incluso la que apoyaba los delirios de M. u otras ya comprometidas en la corrupción y en el desfalco- no podían tratar con indiferencia la obligación de reapropiarse de espacios que la indolente ciudadanía tenía botados o convertidos en urinarios. A esto comenzaron a llamarle vinculación con el medio. Sin embargo, tempranamente toda recuperación que utilizara el arte como buque insignia tuvo que diferenciarse del afán civilizatorio que desde hace rato era mirado con desconfianza y luego con odio asesino. Ya al final del período concertacionista cualquier acción universitaria que oliera a hegemonía cultural, incluso ejecutada de manera pacífica y con muy escasos recursos como lo ocurrido en el Teatro Cariola, podía ser considerada igual o peor que el más cruel acto de pillaje cometido por un ejército conquistador.
Luego no podía sino venir una culpa insana y maximalista. Se renunció a las calles, a los teatros pequeños, a los colectivos donde alguien se disfrazaba de conejo y eso no era mucho más de lo que podía mostrarse. Entonces vino la universidad vivaldiana. Mucha agua había corrido bajo el puente. Gente muerta en el sur y en las poblaciones. Fuegos artificiales iluminando la noche. Se habían extremado las cosas. Vivaldi decidió dar un salto adelante y poner la universidad a disposición del país, como una nave extraterrestre depositada en medio de la humanidad para que, en un gesto alienígena de excelencia, los hombres hicieran con ella lo que se les viniera en gana. Esa nave había sido dejada como ofrenda para ser transformada íntegramente en territorio y de paso sacarse la culpa por todo lo que no se hizo por el bien de Chile, lo que posiblemente era mucho. Abandonar así esta superestructura permitía adentrarse en el remordimiento infinito, impidiendo con probadas razones cualquier intento suyo de volver a desplazarse hacia las estrellas.
Ni la reapropiación cultural (incluyera o no zancos) ni el foquismo revolucionario que por años dominó a tantas universidades podían compararse con este sacrificio misterioso y totalizador. Las mismas élites terminan despreciando el foquismo. Lo encuentran un poco atorrante, como siempre han encontrado las batucadas. Hablan mal de él a escondidas. Y por eso prefieren la culpa, como Vivaldi haciendo las veces de gran reformador.
Antiguamente el anuncio de recuperar un fragmento de una calle bastaba, pero desde hace años ya nada es suficiente. El Teatro Cariola no fue rehabilitado finalmente por M. ni por su gente ni por su universidad. Eso podría producir decepción. Debemos a una acción neoliberal la idea de traer grupos musicales de avanzada. Esto atrajo más público que la zarzuela y las sevillanas. Hubo una transitoria prosperidad. Se habló de otro renacimiento de la escena vanguardista. Sin embargo la gentrificación, proceso costoso y también odiado por las comunidades locales, no alcanzó a dar atisbo de existencia en este barrio oscurecido.
Ninguna de estas tareas -el pseudocarnaval, los grupos de avanzada- tenía un carácter refundacional. Sin embargo, un poco más cerca de la Alameda, la lucha de los institutanos anunciaba que otra iba a ser la ambición que iba a marcar estos tiempos y que no iba por el lado de devolver a San Diego su antigua gloria. Este fantasma había empezado a recorrer las veredas colindantes y cada día congregaba varios piquetes de muchachos también disfrazados, que en lugar de armar su propio hombre de mimbre y llenarlo de animales y uno que otro representante de la ley para luego prenderle fuego cantando antiguos himnos dedicados a la fertilidad, prefería emprenderlas contra todo el que pasara por delante pensado que la rabia homicida podía ser más útil que cualquier otro ritual.
Con el tiempo M. desapareció. Fue a refugiarse a Melipilla. Juró sobre la Biblia evangélica que no bebería más, luego recayó y volvió a jurar sobre la misma Biblia. Alguna vez lo vieron en un restorán en Las Cruces, no era posible determinar si recién empezaba a almorzar. Lucía envejecido. A esas alturas ya no sabía que él había sido parte del inicio del proceso.
No sé si Vivaldi pensaba que su parte era la final. Es fácil suponer que el fantasma que había salido del Instituto fácilmente podía entrar a la casa central de la Universidad de Chile. Los fantasmas suelen ocupar la osmosis como modo de desplazarse. Pero eso no explica nada. Y quizá así sea mejor.
Por momentos todo se vuelve extraordinariamente difícil. Independiente de las tardías guerras institutanas y de la nave que el rector decidió dejar varada entre los hombres, hay acuerdo en que refundar la calle San Diego podría ser todavía más arduo, sino imposible, de lo que alguna vez imaginó M. cuando supuso que con apenas 3 autos podía simular un pasacalle. Si uno dijera que sólo se trata de una calle se equivoca y no hace más que caer en un peligroso optimismo. Luego vienen las equivocaciones, las falsas abstinencias de alcohol, las ruinas y ya no hay Biblia donde jurar. Como se le ocurrió decir a K. la ciudad es siempre la misma. Un hombre vestido de conejo siempre podrá ocultarse en cualquiera de estas esquinas simulando estar perdido.