1. Un cuarto de siglo ya desde la muerte de Osvaldo Rodríguez Musso, conocido como “el Gitano”. Fue artista visual, escribió una novela que no alcanzó a publicar, estudió a la “Nueva canción chilena” (movimiento del que fue parte), hizo clases, fue poeta.
Me asombra todavía hoy su naturaleza múltiple y, por lo mismo, inasible hasta cierto tipo de marginalidad. Su movimiento, su inquietud intelectual tan enérgica, parece que le impidieron formar un único grupo, instalarse, cultivar un oficio donde los talentos individuales recibieran el impulso —efímero pero imprescindible— de una élite de pares.
Admiré al Gitano con una vehemencia adolescente. Asimismo, lo imaginé solo en medio de la multitud de su generación. En esa época suponía que sus desplazamientos abruptos y apasionantes entre un lugar y otro, entre una época y la siguiente, lo hacían un artista variado y, como se dice a veces, inclasificable. Nunca lo conocí personalmente ni alcancé a prenderle las velas que Antoine Doinel enciende en honor de Balzac en “Los 400 golpes”. Pero estuve cerca.
Asistí a su música y a su vida desde el mismo lugar y con el mismo tono: como un lector atrasado. La mitología del Gitano me resultaba idéntica a las aventuras del “Juan Cristóbal” de Romain Rolland o a las de “Adrián Zografi” de Panait Strati. Y por lo mismo, el ejercicio de separar la obra del artista era una ironía que no alcancé a aplicarle. Sus poemas, su canciones, sus dibujos de la “casa transparente”, eran expresiones que convergían siempre en el diseño de su personalidad vivaz, alerta, alegre y consistente. Me emocionaban sus poemas porque me emocionaban sus historias. Y me emocionaban sus historias porque me emocionaban sus poemas. Una vez —como cuenta en un disco— se le acercaron unos jóvenes a contarle que determinado periodista lo acusaba de ser un mero imitador de Paco Ibáñez, el músico español. A lo que “el Gitano” respondió sin encono, con humildad: «…llevo veinte años tratando de imitar a Paco Ibáñez. Todavía no puedo».
Era impresionante para mí escuchar a un artista admirable, con una vida ambulante y agitada, no poner el énfasis en la autodefensa, no replegarse en el ego creativo y responder no solo amablemente sino con una generosidad y ternura implacables. Un individuo con semejante personalidad y trayectoria, en vez de sumergirse en la promoción personal, reconocía a su mentor con libertad y gratitud.
Amaba a su ciudad. Qué duda cabe. La dibujó, le cantó, le escribió poemas a una distancia oceánica. Si Kavafis tiene su Alejandría; García Lorca, Granada; Seferis, Esmirna; el Gitano tiene a Valparaíso, encendido con los alfileres brillantes que clavan los muslos de los cerros, o distante como una señal impenetrable sobre un agua imperfecta.
Recuerdo que en uno de los viajes juveniles que hice, terminé sentado en un bar oscuro con cien pesos en los bolsillos y un grupo de amigos que buscábamos en la poesía alguna forma de redención. Buscábamos en el lugar equivocado, es cierto. Pero encontramos un destello de belleza: inclinando un mapa colgado, había una inscripción directa en la pared, puño y letra del Gitano: «Ojalá que algún día el puerto principal se llame Vals-paraíso». Decidí, en ese mismo momento, que escribiría un libro de poesía con ese nombre. Pero esa es harina de otro costal.
2. En uno de los tantos grupos de Whatsapp dedicados a unir familiares distantes pero sentimentales, cae una imagen dramática de Afganistán, acompañada de una cita de Simone de Beauvoir y una alerta feminista. En dos o tres mensajes de respuestas, el discurso se extiende hasta las AFP en Chile. ¿Cómo ocurrió? ¿Alguien entendió la velocidad con que una cosa llevó a la otra? ¿Cómo se relacionan las AFP con la crisis de los afganos? ¿Es puro cosmopolitismo o más bien el resultado del típico afán chileno de creer —con algo de esa ensimismada libido que nos caracteriza— que todos los caminos conducen a Chile?
Los chilenos solemos delirar con la idea de que en todos lados hay siempre un chileno. Esta suerte de ubicuidad nacional debe ser una mezcla entre la fantasía y la aspiración, una especie de arribismo internacional, y ahora —en medio de tantas crisis locales tanto como universales— el curso de la historia se tuerce ligeramente hacia este país, al menos en el plano imaginario del Whatsapp familiar. Un declive épico que nos lleva siempre a una especie de coincidencia o paralelismo con el cosmos.
Los chilenos estarían en todos lados y, al mismo tiempo, todos los temas convergerían en Chile. Con algo de provincianismo e insularidad, nuestra imaginación desbocada y centrípeta, no tiene problemas en establecer las más diversas asociaciones libres, extravagantes y desmedidas, que no titubean en articular Talca con París y Londres, o “La Marsellesa” con el “Puro Chile…” o la tristemente célebre imagen de nuestra bandera incrustada en su flameante par estadounidense.
No sé cuántas metáforas existen para hablar de Chile, pero sí estoy convencido de que tenemos una musculatura metafórica tan bien desarrollada, que siempre está dispuesta a llenar el imaginario patrio con unos lazos y mestizajes sorprendentes.
A esta altura suena gravoso hablar de un carácter o temperamento nacional porque seguro se levantará el cargo tan solemne de “esencialismo”. Pero digamos, al menos, que podríamos reconocer una tesitura, un color, una hebra si se quiere, una obsesión implícita con la figuración y el alcance mundial. La pregunta “¿dónde está Chile?” que nos podrían hacer y nos hacen, aunque ofensiva, siempre puede ser superada por la obvia “¿dónde están los chilenos?” Mientras la primera es una duda cartográfica, la segunda es una duda existencial. ¿Dónde estamos entonces? ¿Tras Zamorano y Salas? ¿Tras Allende y Pinochet? ¿Tras el “niño maravilla” o el “King”?
Se decía en octubre del 2019 que el “neoliberalismo” nació y morirá en Chile, otra manifestación de esta sed de trascendencia. Quizá con algo de irónico balance, nos encontramos hace poco con las declaraciones de un español que, de hecho, aseguraba que ni Chile ni los chilenos existimos. Está claro que acusarlo de colonialismo o cualquier cosa parecida quizá empuje la discusión en el sentido equivocado, lejos del humor que necesitamos todas las mañanas para reconocer nuestra irreconocible grandeza.
3. Más de un autor (pienso de inmediato en Régis Debray y José Luis Brea) proponen que la imagen es —al nacer— una respuesta o un antídoto, del todo deficiente y estéril, contra la muerte. Tanto la palabra “ícono” como la palabra “imagen”, una desde el griego y la otra desde el latín, implican la copia o la imitación de la vida que ven los ojos.
Por otro lado, aquello que llamamos representación (sea una palabra o una foto) se funda en la ausencia. La representación es el sustituto de la cosa ausente. La palabra “rosa” sustituye a la flor que podemos ver y tocar, y la foto de mi abuelo lo suplanta a él del mismo modo. Lo ausente se vuelve así presente, convocado, atraído o evocado por la palabra o la imagen que lo llama. Y aunque palabras e imágenes nos recuerden aquello que está ausente, lo hacen siempre con un límite insalvable. De la copia nunca emerge un original.
Pero la muerte es la ausencia perpetua para los escépticos. La foto de mi abuelo lo sustituye de un modo mientras él vive y de otro una vez que ha fallecido. En el primer caso, el rol sustitutivo de una foto o de una palabra sucumbe ante la presencia definitiva y tangible de lo real. Dejo de decir “abuelo” en la presencia de mi abuelo. Dejo de mirar su foto mientras —junto a él— escarbo en la luz del día y somos mutuamente habitados por el sol y las palabras llegan hasta el límite del rostro y de la forma y del perfil. Huelo su olor, escucho su voz contraída con la tos, el alambre de sus canas enrollado y las arrugas secas como incisiones agrícolas.
La imagen era efímera hasta que el abuelo o algún otro amor desaparecen. Entonces, la imagen se vuelve testimonio y agonía de una ausencia irrebatible. Y brota con hostilidad, se opone a esta distancia, rechaza al silencio y al vacío. Eso hacían las imágenes. Eso nos recordaban las imágenes. Evocaban con rigor o con astucia. Es una lucha que antes daban las imágenes por nosotros. Pero ahora, en un mundo de imágenes, saturado de imágenes, los rostros perdidos no se ven, las personas perdidas no se encuentran. Las palabras amadas no se vuelven a oír.