No sé ni cómo llamarlos. Pecados no, desde el ojo religioso no los miro, ni los vivo. Gustos o debilidades tampoco, son mucho más. Vicios, tal vez, pero eso carga una carga moral, un enlace a lo punitivo que no sólo no me interesa atender sino que buscaría, vivo buscando desatender. Por recaer entiendo lo obvio, volver a sucumbir en algo que sabemos que no nos beneficia, que nos rebaja: que no mostraría a un hipotético testigo o espía un lado nuestro edificante o digno siquiera, pero volvemos a eso, una y otra vez, atraídos como clip por un imán.
El humano es el único ser vivo que tropieza dos o más veces con la misma piedra. Es el único que la busca, más bien, a veces con arrojo y hasta desesperación, para volver al tropiezo, para recaer y recaer en aquel charco, sea el que sea, que tanto goce como perjuicio le procura.
Excederse está en la ruta del recayente. El exceso es muchas veces la recaída misma. Excederse es ponerse a la altura de la parte maldita, como diría un filósofo, es alinearse con ese excedente de energía, de recursos, de deseos que el mundo, mal repartidos, contiene. Tomar mucho más de lo prudente, por ejemplo, permitir que el alcohol no sólo caiga garganta abajo sino que chorree por manos y brazos al rebalsarse las copas en vehementes brindis de precario equilibrio y honda amistad. Mezclar alcoholes y humos y lo que surja, no prever la mala caña del día siguiente sino sólo devorar el presente, engullir lo que se cruce, fumar lo que no se fuma, tragarlo todo como un pacman libidinoso.
No todo derroche es oneroso, se puede permitir una actitud así en la pobreza, no en la extrema probablemente porque ahí la sobrevida es la única ley, pero de niño, recuerdo, con la mesada de 350 pesos iba al instituto de tecnología pesquera que había en el viejo pasaje viñamarino donde vivía y compraba en el kiosco 35 galletones Fruna bañados en chocolate, los que me entregaban envueltos o semienvueltos más bien en servilletas de fuente de soda que se teñían con el chocolate derritiéndose mientras yo corría a mi pieza o debajo de los dos abedules del patio a comérmelos en un breve lapso-festín de la impudicia. Y es un continuo. Reviso ahora unos diarios de vida y en la entrada del 4 de marzo de 2013 leo: “Le compro gomitas masticables a mi hija, le doy unas pocas y me como las demás con una voracidad que, a los 31 años, solo puedo calificar de indecente”. Y si hoy, ya llegando a los 40, siento el deseo de masticables, voy y me compro cincuenta. Y ojalá no muy finos sino gruesos, kegoles, para decirlo todo de una vez, ese calugón frutal con el que cultivo una relación duradera e inconmovible que ni con los Beatles. De intimidad, de décadas. He escrito sobre los kegoles desde mi infancia y en distintos momentos.
En 2014, por ejemplo: Aunque puedo devorar Starbust y apreciar un buen caramelo alemán o canadiense, soy un pirigüín feliz en el pantano de la cochina industria chilena. El Kegol es para mí irreemplazable. Duro como piedra a veces, latigudo como mala poesía otras, puedo comerme los que sean en pocos minutos. Antes de ayer, sin ir más lejos, fui con mi mujer a almorzar a un restaurant. Al salir para comprarle cigarros, vi que el kiosquero tenía kegoles y le compré quince y me los comí en cuatro o cinco minutos, antes de volver. El organismo entero se endulza, las venas pesan, pero caigo y recaigo. Dos veces en mi vida le he escrito un poema al Kegol. El primero debe ser de principios de los 2000, tendría 21 años y recuerdo haberlo leído con relativo éxito en una lectura, la única en que alguna vez participé, en El Rincón de los Canallas, en la calle San Diego. Lo más bohemio, punk y beat de mi vida:
KEGOLES
Me encantan los kegoles
y a veces cuando voy al ekono
a comprar pan coca cola y cigarros
me compro una bolsa con veinte calugones
–naranjos morados verdes rojos amarillos–
y cuando llego a mi casa
me escondo en mi pieza
y uno tras otro
en cosa de minutos
me los como todos y solo
más por la vergüenza del infantilismo que por avaro
luego a los cinco o seis minutos
me duele muchísimo la guata
y siento un asco asqueroso
pero no importa porque feliz
me comí los kegoles multisabor
gusto masticable que me permito
ahora que
últimanente
tan solito y con tan pocos gustos vivo.
El segundo, en versos donde el Kegol lo combinaba con mis tics nerviosos y otros asuntos de primera relevancia, es más reciente (¿2010?):
TICS
Kegoles, Mazics: cuestiones que van quedando
a través de los años en el centro de una vida:
la mía. Y hay más: Kegoles, Mazics, Tics: ruidos
que a mis Preciosas no dejan dormir.
Kegoles, Mazics, cuestiones que van quedando,
tics, ruidos, y hay más: una vida,
la mía, en el centro a través de los años. Preciosas
sin dormir, Kegoles, Mazics, ruiditos, tics: su desvelo.
Las pistas del exceso evidentemente no son sólo las azucaradas del alcohol y los masticables. El consumo de libros de poesía y ensayo, de videos de persecuciones policiales y de porno suave también lo han sido para mí. Y los tics, ese sobrante energético que, al cruzarse con una obsesión, toma la forma de un gesto cuya realización se vuelve compulsiva y vital. Eso es un tic, una mueca o bulla con vocación grotesca. La satisfacción del tic es placentera en grado superlativo, del mismo modo en que no darle curso se vuelve desquiciante. El tic nervioso no es completamente involuntario. En el tic se incurre, se cae y recae. Que no se lo pueda evitar no significa que no medie el deseo. Tiene algo sexual, por eso tiende a vivirse desaforadamente.
Hay un prosa breve de Julio Cortázar que al inicio de mis años universitarios me sabía de memoria y repetía en voz alta a solas y seguro más de una vez pavonéandome, replicando un poco la voz afrancesada con que el propio autor lo dejó grabado. “Me caigo y me levanto”, se llamaba, y ahora pienso que ese texto, aparte de su brevedad y su melopeia, debo haberlo memorizado porque resonaba en mi interior de maneras que ni yo mismo por entonces lograba oír: “Un caracol segrega y una nube aspira; seguramente recaerán, pero una compensación ajena a ellos los rehabilita, los hace treparse poco a poco a lo mejor de sí mismos antes de la recaída inevitable”.
Hay un goce en pasarse de la raya con uno mismo. Estirarse en la voluptuosidad. Cebarse solo, por ejemplo escuchando una canción no dos ni tres ni cuatro sino quince, veinte y sin problemas cuarenta veces durante los dos o tres días en que esa canción y sólo esa canción te cala, te exalta o te hunde ahí donde quieres hundirte o exaltarte. Llevo, por dar otro ejemplo, casi veinticinco años escribiendo sobre papel que pillo (y pizarra o vidrio empañado, nunca en paredes) una misma palabra, seis letras, pero letras gruesas, tridimensionales, multiformes, deformadas, danzantes, estiradas, imitando la escritura rapera de los años noventa que veía ejecutar a los compañeros del colegio al que llegué a Santiago a los 15 años. La palabra que escribo era el tag, la firma o chapa de un compañero, de hecho. Se la robé hiphoperamente. Llevo un cuarto de siglo escribiéndola, con y sin conciencia, cuando hablo por teléfono, cuando me toca escuchar alguna lata larga, cuando estoy nervioso o bloqueado u ocioso, o sea a menudo. Mazics. MAZICS. mAzÏCs. maZICs. MAzIcS-Ones. “Ones” era el remate usual a esos rayados, no sé por qué –pero también lo replico. E iban unas comillas atravesadas no cerrando la palabra sino despegando de alguna de sus letras, por lo general la última, en este caso la S, quedando algo así: S=. MAziCs=…OnEs!
Son recaídas y excesos sin sentido. Por eso en el fondo lo tienen. Porque riman o entroncan con el sinsentido que nos subyace. Son la forma de un pequeño abandono. De un no importar. (No veo series pero vi una muy larga el 2014 y este 2021 rematando los trasnoches invernales en vez de abrirme a otra me la repetí. Trata de ir cayendo y cayendo y cayendo pero no en pequeños vicios sino en la producción de uno Grande. Un Gran Mal. Breaking Bad.) Es una especie de consolación en el desborde, el dejarse ir. “Cómo miraré yo el río / que me parece que fluye / de mí…!”, escribió la cubana Dulce María Loynaz y es esa la sensación que se impone, la de algo arrancando desde nosotros con nosotros. La tacañería por eso me ha parecido siempre la menos aguantable de las ruindades humanas. Porque el pesado, el mañoso, el neurótico y hasta el idiota son manejables, pero el tacaño, el avaro, el resguardachauchas retiene y corta el flujo vital de goce que lleva al derroche y del que por añadidura pueden surgir, caldo de cultivo como es todo desborde, el baile, la carcajada, los escarceos y todos aquellos encantamientos en que el cuerpo y el alma, satisfechos ya de sí, salen por un rato al encuentro de otros, en lo que constituye quizás es el más genuino de todos los encuentros, aquel de dos cuerpos y almas que se buscan no por un vacío inicial sino por el vacío terminal, ese con que se enfrenta hasta el más intrépido ermitaño, la insuficiencia que nunca ninguna demasía saciará pero que por lo mismo buscaremos y buscaremos hartar con excesos, recayendo y recayendo en el afán de colmar esa carencia irreductible de la que habla Lucrecio en La naturaleza de las cosas:
… Al fin, cuando, los miembros pegados,
saborean la flor de su placer,
piensan que su pasión será colmada,
y estrechan codiciosamente el cuerpo
de su amante, mezclando aliento y saliva,
con los dientes contra su boca, con los ojos
inundando sus ojos, y se abrazan
una y mil veces hasta hacerse daño.
Pero todo es inútil, vano esfuerzo,
porque no pueden robar nada de ese cuerpo…
Recaer es volver, contra los dictámenes superyoicos, contra las advertencias médicas o siquiátricas, contra las prevenciones amistosas, a aquello que nos sacía y desestabiliza. Es incluso haber sido un perfecto imbécil y volverlo a ser. Con el cigarro supe no recaer. O no supe recaer, para decirlo de acorde a este predicamento. Dejé de fumar de un día para otro hace once años después de haber fumado durante quince, desde los 12, una cajetilla al día. Y cualquier fumador sabe que una cajetilla al día es siempre en realidad una cajetilla y media. De eso se trata. De más, más, más. Quizás por qué se impuso en mí la prudencia pulmonar y no hubo caso, y tampoco es que me arrepienta ni mucho menos, pero cuando escucho que algún familiar o amigo lo menciona como un triunfo de mi voluntad, secretamente farfullo que no, que al contrario, que se trata de una derrota, de una recaída a cuya altura o bajura –“no quieren decir gran cosa cuando ya no se sabe dónde se está”– no supe estar.