Me pregunto si el rechazo a la vacunación podría ser otra forma de protestar contra la administración de Piñera. Es probable. Yo por lo menos no lo descarto. Lo cierto es que una decisión así, ya sea mediada por una ideología dura o por un especial y sostenido olvido de esta obligación ciudadana, contribuye de forma directa a que la improbable inmunidad de rebaño se aleje todavía más o, como dice certeramente Mañalich, no se logre nunca. Eso sería otra expresión, quizá la más temida a las finales, del fracaso del plan del gobierno para enfrentar la pandemia.
Por otro lado la imagen de vacunatorios vacíos, en particular del vacunatorio ubicado en el edificio del Sernatur de Providencia que es por donde paso habitualmente, hace que uno piense que en estos días extraños ha surgido un nuevo grupo de antivacunas, distinto a los viejos cultores de esta práctica, cuya raíz sería más político-contingente pero no por ello menos insensata que la de sus predecesores. Lo cierto es que la historia de esta creencia misterianista es larga, peculiar y para nada homogénea. Posiblemente el escéptico de la Sinovac o de todo lo que el gobierno consiga comprar a la industria farmacéutica, quizá no se oponga del todo al programa de vacunación obligatoria del Ministerio de Salud. Es decir que quizá admita que es posible prevenir la Poliomielitis, el Sarampión o las Paperas a través de este esquema largamente utilizado. En este sentido quizá se parezca más a los antimascarillas republicanos que apoyaron a Trump hasta las últimas consecuencias. Esto los hace más específicos en su desconfianza. Una especie de negacionistas intermedios. Por lo demás el temor y las ideas de conspiración, claramente más acotados, casi se comprenden en una situación así. Hay una necesidad urgente de oponerse a una dictadura neoliberal incluso de una manera cercana a la suicidalidad. Para algunos esto es una forma de valentía.
La vieja guardia antivacunas era gente derechamente psicopática. De eso casi no hay duda. Sin embargo esta nueva generación, premunida de ideas antisistémico-constitucionalistas difícilmente puede ser atacada con igual dureza.
Lo habitual es volver a criticar a la aislada Moneda y al Ministerio de Salud -que no queda lejos- por los fallos cada vez más infinitos en su comunicación del riesgo del Coronavirus. Estos fallos, que duda cabe, explican el surgimiento de esta nueva variante de antivacunación. Cuando la culpa es infinita carece de naturalmente de remedio posible y todo lo que se haga al respecto es inútil. El gobierno, Piñera, la poca gente que lo sigue defendiendo, no han sido capaces de transmitir a las nuevas generaciones los peligros asociados al COVID y las evidencias, no sólo sacadas de esta pandemia sino de la historia de la lucha de la humanidad contra los gérmenes, de que los procesos de inmunización sirven esencialmente para la erradicación de enfermedades y no tanto para la dominación del planeta por ocultas ententes homicidas.
El antipiñerismo, tan coherente e irrebatible por donde se le mire, a veces es más extraño de lo que uno espera. Su heterogeneidad tampoco tiene límites. Sin embargo muestra a la base una idea que ha logrado transmitir con éxito incluso a sus enemigos del frente oficialista: el pueblo nunca tiene la culpa. Y nunca va tener la culpa. Copio la reflexión de la protagonista de una novela cercana al espionaje. La mujer sigue con terror el curso de la guerra de Malvinas y ve como el pueblo argentino, abiertamente opositor a la dictadura de Galtieri, termina apoyándolo a muerte cuando se le ocurre la aventura de invadir las islas.
El pueblo nunca tiene la culpa. O al revés, siempre es víctima de las decisiones ajenas, sobretodo si se trata de un gobierno de derecha. Haber apoyado a Galtieri debería avergonzar a cualquiera. Es como un insulto a la memoria. Pero parece que después de Perón la autoflagelación no es un hábito frecuente entre los argentinos.
Yo he hablado con veteranos de Malvinas en un campamento que tuvieron por años en Plaza de Mayo. Los chilenos estaban entre los principales culpables de lo sucedido. Yo por suerte no entraba al piño de criminales. El ex combatiente que aceptó hablar concedió, rabia inmisericorde por medio, que yo era muy pequeño cuando sucedió el conflicto (vos no tenés culpa, eras muy chiquito, dijo) y que no tenía forma de brindar apoyo logístico a los ingleses o de ejercer alguna forma de influencia sobre el régimen de Pinochet y menos sobre la Thatcher, sus mercenarios gurkas y toda su orgullosa fuerza de tarea. Galtieri no aparecía mencionado entre los genocidas. No por lo menos en los envejecidos lienzos de las distintas armas ahí representadas. Las cosas se han dado de esa manera. El tiempo ha decantado convenientemente las responsabilidades. El pueblo que desquiciadamente apoyó a los militares sigue siendo la principal víctima de cuanto ha sucedido.
Esta sobresimplificación de la lista de culpables es frecuente y mantiene un vigor belicoso con el que no es fácil tratar. Suele ser inexorable. Tempranamente anuncia lo que vendrá. A estas alturas ya sabemos a quién se acusará en las próximas décadas por todas las desgracias de la pandemia. Estas acusaciones van a tocar materias científicas, sociales, éticas, municipales. En ningún caso habrá salvación. Será una seguidilla de golpes con argumentos, palos, piedras, puños, lo que se tenga a mano. Será como si los acusados fueran piñatas o muñecos de Judas abrazados por el fuego.
De tanto golpe en algún momento van a reventar. La idea, supongo, es que finalmente caigan dulces o monedas.