1. La marraqueta es dócil. La hallulla: rebelde e inflexible. Vengo en la mañana, refriego un fósforo en el costado áspero de la caja antes de empezar a tostar. Y así como se acerca el hombre al ganado, rodeo el pan y lo arrastro a la cuchilla. El metal vibra y se entibia cerca del quemador prendido de la cocina. El vapor de la imaginación y el del agua caliente en la taza envuelven el pan como el vaho humano en el matadero. Sobre la palma de la mano son un trofeo matutino. Afuera se escuchan los ladridos y la continuidad de los árboles.
La marraqueta recibe el sablazo sin mugir ni tiritar y se abre y es blanca por dentro, pura. No hay temor. La marraqueta es el desayuno. Alrededor de ella baila la taza, la cuchara, la mantequilla. Se acercan a ella los dedos y las voces. Es el centro. Es fugaz hoy pero mañana vuelve a casa. Sigue en silencio. La sinuosidad de su cuerpo, la piel, la dignidad de su presencia, la materialidad de su amor.
2. En la segunda carta que el apóstol Pablo escribió a su discípulo Timoteo, encuentro esta advertencia: «Llegará el tiempo en que la gente no escuchará más la sólida y sana enseñanza. Seguirán sus propios deseos y buscarán maestros que les digan lo que sus oídos se mueren por oír». El contexto es espiritual y su audiencia es la iglesia cristiana del primer siglo. La idea de “sana enseñanza” no solo califica el contenido entregado, sino que define su impacto: un tipo de instrucción que afecta positivamente la salud. Para Pablo, la enseñanza implica a un maestro que domina su materia, sujeto por ella misma —de forma radical— a un imperativo ético: proclamar el mensaje con integridad y seguro del beneficio que proveerá.
Sin embargo, Pablo profetiza un porvenir calamitoso donde ni la enseñanza ni el maestro mismo tienen una posición independiente, autónoma y vital. Todo queda subordinado al deseo del estudiante. Y la lección impartida no será más que una invariable autoafirmación. Para ocupar términos contemporáneos, esa enseñanza ejercitará el sesgo de confirmación en vez de minarlo.
Es evidente que una premisa hoy indiscutible —aunque no por eso verdadera— consiste en concebir al estudiante como un campo ya sembrado, en el que fortuitamente un profesor escamondará un poco por aquí o por allá, a contraluz de los méritos intrínsecos del propio alumno. En la actualidad, la idea misma de que hay algo así como una materia que se deba enseñar a otro es inestable. Insegura. Porque hemos aplicado herbicida (sistemáticamente) sobre esta antigualla de la enseñanza.
Otra forma de considerarlo es teniendo en cuenta la dimensión estética del asunto. El arte de lo preconcebido, la complacencia deliberada con el espectador, todo el andamiaje kitsch que reconoce los gustos del cliente y los explota para conseguir utilidades, ya reptaba entre las patas de las sillas y las baldosas heladas del aula, empujando a los profesores hacia nuevos mecanismos performáticos para privilegiar así el carisma y las destrezas escenográficas por sobre las del pensamiento. Y ahora que todo profesor está confinado a una pantalla y es, eventualmente, constreñido por las cualidades de este medio, la docencia experimenta otra propulsión hacia el espectáculo hueco pero divertido. El escenario pandémico (con toda su dramática evidencia) tampoco deja espacio para otra cosa ¿o sí?
Ahora bien, la escuela o la Universidad no son el grupo de riesgo ante una realidad circundante inmune. Este sentido de lo kitsch, cuyo parentesco con la jabonosa categoría política del “populismo” es diga de mirarse, es una forma de pensar más que una herida exclusiva de la educación. Algunos periodistas son un buen ejemplo. Habitantes de la comunicación de masas, regulados por los índices de percepción, ya se dieron cuenta de lo lucrativo que puede ser —previa abolición del componente reflexivo— oír a su audiencia y darles en el gusto. Si esto no parece necesariamente nuevo, habría que decir que parte de su originalidad reside en el grado estudiado de afectación y dramatismo con que se ejerce, lo que en parte lo acerca al arte; por otro lado, está su promiscua y caótica conexión con lo político.
En la elaboración de una marca, por ejemplo, el marketing considera los beneficios funcionales y concretos que ella ampara (un computador, un viaje cómodo, una bebida, etc.) y, además, los mecanismos de autoexpresión que a su vez se encarga de canalizar. Esto es: el o los modos en que la marca será integrada a la identidad del consumidor. Si la marca no me permite decir quién soy (o qué llegaré a ser), fracasa en su intento de germinar en el mundo de los mortales. Esto explicaría en parte el valor de la expresión personal, con el que algunos periodistas se hacen ahora un festín. Hay quienes, sin embargo, ven la expresión del “yo” solo como un éxito representativo de la democracia liberal y, por lo mismo, juzgarán toda disposición crítica como una sombra fascista. Pero la realidad es que el entramado del “yo” contemporáneo está lejos de ser una madeja ordenada, sino que se parece más a una chomba urdida con lanas distintas y heterogéneas. No todas libres de toxinas.
3. El niño García Lorca contempla el arado metálico perforando la tierra. Desde abajo brotan raíces, no sangre. Andalucía, 1906. Temprano. La hortaliza dorada se encoge bajo el sol. El río suena como el viento y viceversa. Por el borde se derrama la luz como un hilo de agua. El arado choca con material sólido, García Lorca corre a mirar y encuentra los restos de un mosaico romano.
Cuando el sueño de la casa propia se hizo realidad en Puente Alto, con la familia aramos la tierra del patio y la del antejardín. Era dura. No había forma de que en ese suelo hostil penetrara una semilla. Parecía asfalto. Agresivo y estéril, nos devolvía los golpes de la pala y los del chuzo. Los radiantes cráneos de las piedras hundidas brotaban de a poco, tras cada furioso golpe. A las finales, los advenedizos éramos nosotros.
Bajo la tierra no habían mil años de historia. Había basura: pañales, bolsas plásticas, papeles. Alguien estuvo antes aquí. No un artífice. Otro tipo de alguien. La herencia para los puentealtinos de ese lugar no era estimulante, qué obviedad. No se extendía hasta un tiempo mítico, no resumía un drama profundo, una historia entrañable. No tenía su Virgilio, su Eneas, su Horacio, su Arte Poética. Aunque cada familia por separado pudiera reconocer una trayectoria biográfica más dilatada, aquí perdíamos ese relato, recogidos ahora sobre unas capas de ceniza cultural.
Pocos vecinos de esa primera colonización algo impotente viven aun hoy en el barrio. Hubo divorcios, hijos muertos, asesinatos, nuevos nacimientos, uno o varios intentos de germinar. En esa época, a través de un amigo, conocí a los cantores populares de la zona y el manejo virtuoso de la décima, tanto para cubrir asuntos humanos como divinos. Muchas personas cuyo arraigo no estaba en los dormitorios agobiantes y precarios de los departamentos, ni en las calles áridas ni en la promiscuidad percolada del atardecer, encontraban su lugar —una parte significativa al menos— en la melódica décima. De algún modo la hallaron mientras araban la lengua y el acervo puentealtino o pircano. Y es llamativo. Porque la décima se nos presenta estructurada en métrica y rima. Rígida diría alguien. Pocas sílabas, apenas ocho, y pocos versos, solo diez: demasiado parca. No distinto de una casa estrecha. Para algunos poetas, sin ir más lejos, la décima sucumbe ante el soneto, aristócrata por definición. ¿Por qué esta habitación angosta, entonces, resulta libérrima y fructífera? ¿Era el mosaico y la sinécdoque de una Roma desaparecida, como la de García Lorca, hallada en la lengua? No sé.