El miedo se come el alma, dice un muro que bordea la línea del tren que une Viña del Mar con Valparaíso, sobre el puente Capuchinos, a pasos de donde, hace treinta y cinco años, en una noche de luna en cuarto creciente, ocurrió el último de los diez crímenes de los sicópatas viñamarinos, el asesinato a sangre fría de una pareja de jóvenes que de tan enamorados no le temían ni a la por entonces terrorífica noche de la ciudad jardín.
Que el miedo se come el alma es una verdad del porte del buque que, estirando la mirada, se puede ver más allá del rayado, flotando sobre el mar como flota uno sobre este mundo, de una manera que en un segundo nos parece firme y eterna y al otro se nos revela en su esencia precaria y fugitiva.
Y así como para mantenerse a flote el buque precisa calderas, la vida necesita calidez, y por eso el paso de estas aves de paso que somos consiste en la búsqueda a veces serena y a veces desesperada de todo aquello que aporte abrigo, temperatura, como el abrazo de dos en mitad de la noche junto al mar. Cuando no hay calor, no hay vida. El cuerpo al morir se enfría. El miedo es frío, el frío final es la muerte y la secuencia sólo es posible revertirla transitoriamente, pero como somos seres transitorios esa reversión es vital y nos la da ¿quién, qué? Los amigos, los afectos, las ideas y su disolución entre risas, el alcohol, los gestos de buena voluntad, quemar leña, un buen poema.
“La incertidumbre es el clima del alma”, escribió Nicolás Gómez Dávila con razón porque un alma llena de certezas es un alma no temerosa sino temeraria pero en lo estúpido, y por eso a su manera también se enfría, en su altanería deja de ver y en su dejar de ver se vuelve gélida y en definitiva ridícula, mientras un alma de incertidumbres y nervios es un alma que teme y tiembla pero que se enfrenta a ello, y en ese temblor y para ese enfrentamiento, que generan a la larga calor, se vale de los amigos, la risa, el alcohol, quemar leña, un buen poema. Por eso la duda es esencial, abre al mundo como la risa y el amor y esa apertura y sólo ella permitirá el ingreso de nuevos calores, que a veces serán ardores y otras, aun, fervores, de la mano de los cuales todo miedo terminará por quedar atrás.
Esta necesidad de calor vital y hospitalidad –“gracias por el sueño que me dio tu casa”, le escribió un día Gabriela Mistral a Victoria Ocampo– a menudo la descuidamos tentados como por el diablo por los efectos de un calor más fácil, scaldasonnos vitales como la displicente seguridad del dinero cuando sobra y se retiene. Pero tal descuido nos dejará tarde o temprano solos, botados en una intemperie donde lo único que queda son el frío y el miedo más devorador, doble tiritar del que más vale huir acercándonos a aquellos cuya acogida nos da fuego y dicha y la sensación de que al lobo que acecha –porque siempre hay un lobo que acecha– le hemos ganado la lucha aunque sea por una noche y mientras afuera se le enfría el hocico asesino nuestra alma ya sin miedo se distiende en un clima donde el peligro no pesa y la tibieza es sólo el principio.