Mi hermana siempre termina hablando de brujerías. Cuando cuenta algo de Los Queñes el tema se desvía por ese lado inexorablemente y yo le encuentro la razón. Tiene una sobrina que decidió vivir sola allá, en la antigua casa de sus abuelos, no sé si desde antes que empezara la pandemia. O sea que ha pasado el invierno sin compañía ahí y eso no es menor sobre todo si uno conoce ese pueblo de montaña. Es cierto que la casa queda cerca del retén que alguna vez fue asaltado por un comando del Frente Patriótico y que ese retén todavía funciona. Cada cierto tiempo la sobrina relata alguna experiencia aterradora. Sin embargo no se resigna a volver donde sus padres. Es como si estuviera probando su capacidad para tolerar los peores descubrimientos paranormales. Hace poco decidió atravesar un bosque en bicicleta a las 4 de la mañana. Venía de visitar a un amigo que también vive solo, donde termina la parcelación de un antiguo fundo que bordea el río Claro. El amigo le dijo que se quedara por lo menos hasta que se hiciera de día pero ella no aceptó. Tanta era su necesidad de someterse a un nuevo peligro.
Quiérase o no la sobrina alimenta estas supersticiones. Y mi hermana las cuenta cuando ya es de noche y a veces de verdad da miedo. Y mucho más cuando habla de la laguna del Planchón. De las cosas que alguna vez le contó el hombre que cuida el lugar.
Y a estas alturas si algo mayor llegara a pasar en Los Queñes no sería extraño. Por todos los antecedentes que hay disponibles. Siempre se habló de que en la zona de Frutillar, que es por donde esta muchacha anduvo en bicicleta de noche, se practicaba la magia negra. Hay gente que dice que eso no es cierto, que un hombre que por años trabajó en el lugar nunca vio ceremonias de ese tipo, que aparte del sonido del río y de los pájaros nada más se escucha por esas lejanías. Pero se han contado tantas cosas. Se han visto ovnis. No por nada el pueblo se ha vuelto atractivo para cierta disidencia neohippie que empezó a llegar ahí durante la pandemia y que se ha resistido a dejar el lugar.
Pero acá en La Tuna, en el valle de Colchagua, es poco lo que se puede esperar al respecto. Hace un par de años el tradicional desfile del 18 de septiembre en Placilla terminó con una exhibición de autos tuneados que hacían rugir sus motores para mayor deleite del público. Sin ir más lejos ayer me contaron que hubo denuncias por carreras clandestinas en el camino que pasa frente a la escuela. La juventud sólo parece interesada por la mecánica, las llantas, los accesorios cromados. Proliferan las vulcanizaciones y los talleres. A veces, incluso a mediodía, pasa a toda velocidad una cuadrimoto con dos adolescentes encima.
Durante estos días he escuchado con regularidad la radio Magistral que, según creo, se transmite desde San Fernando. El fuerte de la radio es la música del recuerdo de los 60 pero cada tanto trata de hacer algún guiño a cierta chilenidad militante que paga los auspicios. Hace poco le puse un poco más de atención al segmento Raíces, dedicado a la música folklórica de raíz patronal. Casi todo el mundo desprecia esta música. Mientras los Quincheros cantaban una de sus muchas tonadas dedicadas al rodeo se me vino a la cabeza lo que pasaría si el terror se apoderara de La Tuna. Y claro, lo primero que hice fue acordarme de Los Queñes y de todas las cosas notables que se han visto en la precordillera y no pudo más que darme una decepción. En La Tuna, y dada la pobreza de tradiciones mágicas que muestra esta zona, es poco lo que puede pasar. Con alguna generosidad uno pensaría en algo parecido a una película del medio oeste venido a menos, con fábricas cerradas y veteranos de guerra abandonados a su suerte. O ambientada en alguna otra región fronteriza, donde los autos modificados y las maras ya estuviesen operando sin ningún pudor.
Un escenario posible –eso pensé- sería que nos diéramos cuenta de que algo malo ha empezado a suceder por los cambios en la conducta de Pirunta, el cuidador. Su mirada se volvería oscura y sus movimientos robotizados, a medianoche empezaría a caminar de un lado para otro sin sentido, dando gritos como si una fuerza lo llamara desde muy lejos. Luego trataría de atacar la casa y tendríamos que defendernos con lo que hubiera a mano. Habrían genuinas ganas de cobrar venganza. Puede que los perros también enloquecieran y que, como es habitual, algo malo pasara en el camino donde compiten los autos enchulados. El contingente de carabineros de Placilla no resistiría siquiera el primer ataque de los habitantes poseídos. Arderían las bodegas de lata y todos los que trataran de esconderse en los talleres mecánicos perecerían casi de inmediato. Luego vendría la niebla y los equipos de rescate no lograrían dar con los supervivientes. Quizá hubiese una general conformidad y se diera un número de gente por desaparecida sin hacer esfuerzos desesperados por encontrarla ni tampoco por explicar lo sucedido. Una especie de punto final por el bien de la región.
En un vértice del terreno donde está nuestra casa hay una excavadora abandonada. Alguna vez la trajeron para despejar de árboles el frente de la parcela que según la división le corresponde a un tío, pero se echó a perder antes de concluir su tarea. De a poco la vegetación la ha ido cubriendo dejando su poderosa estructura en una condición cada vez más humillante. Cuando yo era un niño y en algunas películas de bajo presupuesto se echaba mano del recurso que fuese para sembrar el terror en una comunidad rural, esta máquina hubiera cobrado vida incluso antes de que Pirunta y sus más allegados hubiesen mostrado las primeras señales de malignización. Esto no lo digo por demás ni tampoco creo que haya un exceso de paranoia en todas estas ocurrencias. Yo lo he visto con trago y sé que hay un punto en que se vuelve inmanejable. Puede tomarse hasta 10 latas de cerveza al hilo –habitualmente a la bolsa- y es imposible echarlo si por acaso ha logrado colarse en alguna fiesta familiar. Una vez tuve que intervenir para detener una pelea en su casa luego de una juerga que duró dos días a propósito del cumpleaños de un niño chico. La última vez que conversamos me aseguró que el tal Aranda, el mismo que compró todos los campos que rodean la parcela de mi madre, nunca iba a ganar el Champion Chile. Tiene plata, tiene caballos corraleros, tiene de un todo, pero nunca va ganar, insistió. Ese día no paraba de llover. Una verdadera tormenta durante el verano. A la mañana siguiente un helicóptero enviado por Aranda sobrevolaba el lugar secando los parronales con el movimiento de sus aspas. Aún con todo este poder no había manera de triunfar en el rodeo. Me dieron ganas de gritárselo al helicóptero pero era inútil, nadie me iba a escuchar.
Toda posibilidad de terror en estos lados finalmente se hacía obvia y aburrida. Derivaba, claro está, de los males crónicos asociados al alcoholismo y la envidia, y también de la acelerada modernización de esta comunidad miserable. Pero la excavadora sigue ahí entre los árboles, los jóvenes se reúnen a revisar las llantas de sus vehículos y Pirunta hace amago de desafiarme cuando le digo que no puede transformar el parrón de la entrada en un garaje. Como buen traidor que es se retira enojado a planear su próximo movimiento. Nadie duda que si se le ocurriera volverse un poseído, un zombie, incluso un hombre lobo, cargaríamos contra él con todo lo que tuviéramos a mano.
Después de la lluvia hubo varios días nublados y luego como que volvió el verano. De repente hay luna llena. Los perros ladran inútilmente. A veces, después de hablar de Los Queñes, se recuerda el terremoto que botó la antigua casa de adobe, la fogata que armaron esa noche y el trago que mi padre armó con los pocos conchos de fuerte que sobrevivieron a la quebrazón de botellas. Con ese trago calmaba el susto de los que iban llegando.