1. Era arrogante de una manera sutil, casi tácita, la que —por lo mismo— combinada con cierta moderación y escualidez, pasaba fácilmente como humildad. La cabeza poblada por unos incipientes rulos y la barba rala. Los anteojos, cuyo diámetro era inusual para una cara estrecha, se incrustaban bajo los crespos de la frente. Como escribía un poema al día, creía que era poeta. Pero cualquiera con algo de hiperestesia juvenil escribe un poema al día.
Me colé ese año al acto principal de un homenaje a Neruda. Con una ceremonia en la casa central de la Universidad de Chile se inauguró la exposición. Era el cincuenta aniversario del Canto General, un monumento literario que en esa época todavía merecía festejo. Intenté entrar, pero me echaron los guardias. Me di tres vueltas y vi a unos hombres jóvenes cargando una escalera, unos rodillos corroídos y un balde blanco. Entré detrás de ellos, cerca para parecer otro pintor y, sin embargo, guardando algo de distancia para no molestarlos.
Recorrí (prácticamente solo) las vitrinas levantadas como dólmenes en medio de las losas frías. De pronto, se abrieron las puertas del auditorio y salieron caminando los poetas, los intelectuales, las autoridades y los académicos invitados. Yo desentonaba con el buzo gris medio chorreado de acrílico, el bolso hippie y el polerón amarillo.
Me inquietó la marejada solemne que llenó el espacio. De lejos vi al poeta Gonzalo Rojas hablando con el científico Claudio Bunster. Me acerqué parsimoniosamente. El poeta me miró de reojo, me saludó con desconfianza y salió arrancando. Decepcionado me fui a mirar unos ejemplares de “Arte de pájaros” mientras imaginaba un poema sobre el rechazo, la arrogancia de los artistas consagrados y el éxito al que uno está destinado desde pequeño, una especie de calvinismo secular que, obviamente, no requiere patrocinios de ninguna especie. De pronto, un fotógrafo se me acercó hastiado y me pidió permiso para sacarme una foto mirando la vitrina. Se le notaba incómodo y fuera de lugar. Una correa negra le cruzaba por delante hasta el bolso rectangular, donde llevaba los lentes de la cámara. Vestía sobrio y caminaba renqueando. Me dijo con desparpajo: ¿te puedo sacar unas fotos mirando estas hueás? Como corresponde a un poeta ignorado, accedí.
El domingo de esa semana me llamó un amigo. Me dijo, algo confundido y jocoso, que una foto mía estaba en las páginas sociales del diario “El Mercurio”. Efectivamente, en blanco y negro, el momento crucial quedó dispuesto como una imprevista ironía. La disposición del mozalbete que fui, cenceño como una varilla, algo encorvado y difuso por la calidad de la impresión. El punctum del que habla Barthes podía ser mi cara disolviendose con el gris del papel y la tinta reventada. El pie de foto, sin embargo, me ignoró a su modo; como el reportero gráfico no me preguntó el nombre, simplemente llenó el espacio con este nobiliario apelativo: “Jean Baptiste D’or”.
2. La biografía que Sarte dedicó a Baudelaire impacta, entre otras cosas, por el modo en que una patología es convertida en una cualidad poética. Dice Sartre que el común de los mortales mira su entorno y se deja llevar. El paisaje está ahí (un tilo, un jardín, el desierto, una ciudad, un cuerpo) y, a pesar de Descartes, las sensaciones nos arrastran, nos perdemos en el ambiente que nos rodea. En teoría, nos olvidamos un poco de nosotros mismos; como sujetos que miran somos poseídos por lo mirado, aunque sea un rato. «Yo no miro adonde miras: / yo te estoy viendo mirar» dice Pedro Salinas.
Pero Baudelaire es otra cosa. No se pierde en esta forma contemplativa y, en cambio, se mira a sí mismo mirando el paisaje. No lo arrastra el poder del “objeto” sino que —calistenia sicológica mediante— el que mira se mira mientras mira. Sartre pone el ojo en la lucidez o la conciencia sin pausa del poeta y, a través de él, al de la poesía y el arte modernos. Así “la mirada” se transforma en algo único. De pronto el valor no está en la cosa sino en la mirada que mira la cosa. Picasso lo describió así: «Los pintores ya no viven dentro de una tradición y así cada uno de nosotros debe volver a crear todo un lenguaje completo. Cada pintor de nuestros tiempos está plenamente autorizado para crear ese lenguaje desde la A a la Z».
La exaltación subjetiva que Sartre le atribuye a Baudelaire ya estaba presente —según Julio Cortázar— en el escritor inglés John Keats quien, a través de sus cartas, describe la condición de lucidez perpetua como “watchfulness”. Todo parece indicar que estos poetas estaban llevando a un punto álgido el principio de individualidad que había germinado con la mentalidad moderna.
Pero cualquier cosa dicha, sometida a este escrutinio constante, después de impactar por su inteligencia, podría sorprender por su desgaste y desconfianza. En este sentido, sería difícil entender a Parra sin el Baudelaire de Sartre, por ejemplo. Y así, lo que es lúcido para una época, podría ser opaco para la siguiente. Lo que es agudo y penetrante en un momento podría embolinar la perdiz a la vuelta de la esquina. De ahí que la pregunta (y la respuesta) de un escéptico como Philip Larkin, suene tan adecuada: «y ¿qué ha de quedar, si no se cree en nada? / Pasto, piedras con maleza, zarzas, contrafuerte, firmamento».
3. Pensé en la película “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos” cuando vi “Ricordi?” de Valerio Mieli. Estrenada en 2018, es sorprendente cómo se sostiene más o menos intacta y logra desplegar una historia, a pesar de su materialidad inestable, su progresión casi invisible y el tono adolescente de los personajes.
Claro, es una historia de amor, el proyecto de vivir juntos y las tensiones que van y vienen. El temple de la película, en todo caso, no proviene del amor sino de la memoria. La pausada agitación de los recuerdos, los modos de recordar, las subjetividades de los enamorados y de los desenamorados, los re-encuentros y las divisiones. Los traumas y el repertorio terapéutico. El protagonista atormentado es agobiante, la protagonista es obstinada en su dedicación. No parecen muy amigos de la realidad (no porque la película trate de los recuerdos) sino porque los recuerdos se basan en otros recuerdos y estos últimos dependen de otros recuerdos a su vez, como si el dispositivo de la memoria se fagocitara a sí mismo en la medida en que se desarrolla, y no tuviera, por lo tanto, fin. En tiempos en que la memoria sería, aparentemente, imprescindible.
4. En el minuto treinta y ocho de la versión de Otelo que dirigió Orson Welles, el moro se mira en un espejo mientras Yago envenena su mente. El cuadro es impactante. El espejo es negro y el rostro del protagonista apenas flota en ese cristal oscuro que “lo retrata” levemente y, al mismo tiempo, lo absorve. Un momento después, Otelo queda en segundo plano. Giro y Otelo se para frente a un nuevo espejo, detrás del cual está Yago. Este espejo, a diferencia del anterior, es luminoso.
Ambos espejos son casi idénticos al de la famosa pintura de Jan van Eyck, Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa (1434). La única diferencia aparente es la de los diez segmentos que sobresalen en el marco de la pintura. En el caso de la película, son ocho, aunque según algunos eruditos, la idea original del pintor era, precisamente, la de un marco con ocho secciones. En el cuadro, cada segmento le sirve al artista para pintar escenas del vía crucis; en la película de Welles, esos tramos están vacíos.
Ante el segundo espejo, sin embargo, solo vemos el reflejo del moro. El cuerpo de Otelo queda fuera de campo; detrás del artefacto, la cara de Yago en la misma posición que la del protagonista, como si la cinta propusiera que de Otelo solo tenemos una representación, y la realidad le pertenece ahora al traidor. Es inquietante el modo en que se sugiere este desvanecimiento del moro, esta inmersión en la realidad de Yago. Otelo cede su lugar a una representación de sí mismo y la corporalidad, la sustancia, queda en manos de otro. La imagen de Otelo, resumida o proyectada en el cristal, es lo único que, por unos segundos (los necesarios para envenenarse), queda a la intemperie del odio. Es un hombre poderoso que se retrae detrás de su imagen. Y esa imagen, frágil ahora como toda imagen, se llena de rabia.