Descubrieron la lavandería clandestina porque la dueña de la casa vio que una de las haitianas entraba con un carro lleno de ropa por la puerta principal. Y luego una dominicana que también vivía ahí le dijo que la mujer aprovechaba de lavarle la ropa a varios de los haitianos que vivían cerca. Eso explicaba el alza en la cuenta de la luz. Entonces la dueña fue a hablar con el marido de la lavandera y vio que había más de 20 shores colgando en el patio. Shores grandes que bien podrían haberle servido incluso a un hombre no tan gordo. Y el marido dijo que esos pantalones cortos eran suyos aunque estaba muy flaco para que le sirvieran. Y como no le creyeron no vio otra opción que enojarse y dejar de hablarle a los propietarios. Y decidió no trabajarles más en obras de albañilería o carpintería, que ese era su oficio. Entonces, y como si fuera necesario empeorar la situación, se supo que los haitianos estaban haciendo su propia ciudad en un enorme terreno baldío que alguna vez fue parte del vertedero de Lo Errázuriz –construyendo viviendas con lo que tuvieran a mano– y que era tanto el entusiasmo con que crecía ese enclave que uno de los nuevos habitantes ya estaba haciendo un restorán en ese páramo. Ese era uno de los inquilinos históricos de la casa donde funcionaba la lavandería. Los propietarios lo consideraban un incondicional pero ahí estaba, listo para abandonarlos y fundar su propio negocio.
Se me ocurrió que esto podría ser el principio del Éxodo. Los haitianos dejarían Nogales en busca de su propia Tierra Prometida. El gueto de Nogales en Estación Central. Así le llamaba un profesor de Filosofía que había llegado a un seminario en la USACH vestido como ciclista de velocidad. En realidad no hablaba de gueto sino de guetificación, neologismo que ocupaba con agradado mientras el resto de los invitados no lograba entender siquiera dónde estaba la población cruelmente mencionada. Yo había vivido en Nogales no sé cuantos años. Me costaba comprender cómo diablos se había guetificado sin que se hubiese construido siquiera algún muro o barrera equivalente, limitando el movimiento por aquellas calles que yo tanto conocía. La feria, que tradicionalmente ocupaba toda la extensión de calle Antártica, había crecido hacia la calle Veteranos y ahí se concentraba el comercio haitiano y sus puestos de comida, cruzando un peladero que cubría un antiguo zanjón que recogía las aguas servidas del vecindario. Por ahí pasaba el gueto algunos días para luego desaparecer como barco fantasma. Luego se desperdigaba por un sinnúmero de viviendas que no lograban reunirse en un espacio común. Su existencia por lo tanto era precaria. No se parecía al gueto de Varsovia ni a una favela. En realidad no se parecía a nada. Eso traté de explicárselo al profesor ciclista pero me fue mal. Su entusiasmo con la nueva palabra era mayor a cualquier prueba de realidad. Posiblemente ya había hecho esfuerzos por convencer a estas víctimas de la migración de que vivían en una especie de judería sin darse cuenta y, lo que es peor, sin hacer amague de rebelarse contra los dueños de esa población: la chilenidad de extracción popular que se empecinaba en seguir poblando este lugar, en medio del pueblo que esclavizaba con el hacinamiento y el cobro mensual de arriendo.
Y ahora que empiezan a anunciar el fin de todo aquello y que se viene el éxodo me pregunto por las consecuencias del proceso contrario: la desguetificación. Suponiendo que el proyecto de ciudad sobreviva a los ataques de sus muchos enemigos, es difícil saber si la lavandería clandestina seguirá funcionando incluso a media máquina en abierto desafío a los dueños de casa. Esta desobediencia tan empecinada sólo puede durar por poco tiempo. La lavandera, de seguro, hará todo lo posible por recibir el mayor número de encargos que las fuerzas le permitan incluso a riesgo de colapsar el sistema eléctrico y de enfrentar un nuevo conato con sus arrendadores. Y lavará de día y de noche. Eso sin considerar la cuenta de luz finalmente impagable. Todo eso confiada en que dejará Nogales apenas pueda, junto a su pueblo.
Y a medida que esta multitud deje vacías las casas que por años ocupó sin que nadie se atreva a retenerla, alguien –posiblemente el líder más enigmático- empezará a esparcir esperanzas desmesuradas. Como si el destino no fuera otro que subirse a naves plenamente equipadas rumbo a las colonias interestelares. Pero el lugar donde van, y eso no es un misterio, está sobre un relleno sanitario que ha cumplido su vida útil y todos los que conocen el sitio dicen que de noche sale olor a percolado e incluso gas desde algunas cavidades subterráneas. Allí, hace décadas, murió una pareja de hippies, en la laguna improbable que se formaba.
Puede que ese olor se impregne en la ropa después de lavada, cuando la cuelguen al sol. Luego el viento empezará a moverla como hace con las tiendas de un campamento en el desierto. Se escucharan voces en creol. Palabras de consuelo y de fuerza. Llamadas a la resistencia. Eso sobre todo en la noche, al lado de las fogatas prendidas por quienes vigilan el campamento. Y en la población Los Nogales, súbitamente abandonada, no habrá otra salida que la superstición. Volverán las mentiras y todas aquellas hechicerías que sus habitantes conocen desde hace décadas, incluso antes de su propio acto de fundación. De seguro van a hablar de las casas que quedaron vacías, de las luces que se ven ahí cuando oscurece, luego del cementerio que los haitianos tuvieron que disponer apenas llegaron a su ciudad. Y más tarde dirán que algún aventurero decidió visitar el poblado y que lo encontró sin nadie, con todos los utensilios en su lugar y la comida a punto de ser servida y algunos perros todavía ladrando amarrados a los árboles. Como si toda esa gente hubiera sido raptada.
Y ya no serán las cuentas impagas, los shores colgados, la negativa a hacer obras de albañilería. Será la desaparición de los inquilinos lo que obsesione a estos propietarios. Así son los nogalinos. Nunca encontrarán conformidad.