Mi hermana me envía un cuento que acaba de escribir. Apocalíptico. La vacuna contra el coronavirus ha fracasado ante las diversas y terroríficas mutaciones del germen. El gobierno declara concluida la macroestrategia sanitaria. La gente decide salir a la calle sin mascarillas y abrazarse. Gesto parecido al de las fiestas clandestinas. Pero el virus ha inoculado en el cerebro de todos los que han salido del encierro (y de aquellos que todavía creen que podrán permanecer escondidos y a salvo) un miedo que paraliza cualquier forma de acercamiento físico. Al final, y para empeorar esta triste situación, se menciona la muerte de Charly García pero no se dan detalles de su funeral. Charly, como ustedes saben, está vivo pero en el cuento ya no. El alicaído patrimonio de íconos, tan disminuido luego del 2020, se estrecha todavía más. En otras circunstancias quizá la psiquiatría y en particular los antidepresivos podrían haber hecho algo para remediar este temor inenarrable. Pero el cuento, fatalista por donde se le mire, no admite esa posibilidad.
Los entendidos señalan que la pandemia tiene efectos graves sobre la salud mental de la población. Luego agregan que –y suponiendo que el virus finalmente nos dará tiempo- como sociedad debemos hacernos cargo del problema. Esta situación crítica debería tener solución si se sinceraran las cifras de depresividad, angustia y soledad que nos aquejan y la ciudadanía tuviera acceso al tratamiento apropiado: terapia centrada en el trauma, psicoanálisis, hipnosis, fármacos, todo lo que fuera necesario. Lo otro es el panorama distópico. La enfermedad deviene en consecuencias permanentes sobre la interacción de los individuos, hay un masivo enfriamiento de los corazones y el miedo entumece los miembros de los que todavía echan de menos el contacto corporal. Cunde la desesperanza y la tristeza. Llega el invierno.
Lo habitual en estos relatos nihilistas es que alguien, más vivo que el resto, logre arrancar a un lugar seguro, una especie de Santuario, donde se pone a salvo del virus. Una vez libre de sus enemigos puede relajarse a voluntad, vuelve a satisfacer sus necesidades sexuales (porque no se ha escapado solo) y procrea un nuevo pueblo. En las ciudades asoladas por la peste no hay más que violencia y grupos armados se disputan los escasos recursos disponibles. Los muertos se acumulan en las calles sin recibir entierro. Se predican religiones misteriosas. Las instituciones han desaparecido y los hombres sólo creen en el poder del hierro y de la serpiente.
Ya que estamos en estas divagaciones es lógico pensar que si fracasa la vacuna, tal como describe el cuento, la convención constitucional debería correr una suerte similar. Entonces, no es difícil imaginarlo, se desataría una epidemia de locura entre las hordas que desde un inicio han rodeado el Palacio Pereira presionando a los convencionales para apartarlos de cualquier desviacionismo o engaño hacia el pueblo ahí movilizado. Y la horda enloquecida haría lo que suele hacer y aún más, desesperada como está por la proximidad de la muerte. Y sería una pena porque ese barrio en particular, todo el derredor de la Plaza Santa Ana y el eje de la calle San Martín, nunca ha logrado tirar para arriba. Yo sé que es así porque hace años arrendé un departamento en un edificio que daba a la plaza y acostumbraba a llegar tarde y con trago en el cuerpo, incluso de madrugada y mojándome la cara con cerveza. Y eso sabiendo lo peligroso que era el lugar. Hasta que una vez me atacaron a traición, es decir por la espalda. Pero ni yo ni los asaltantes teníamos idea de que a mí se me ocurriría defenderme como enajenado. Eso lo digo porque me acuerdo hasta por ahí nomás de lo sucedido. Sé que al final los antisociales huyeron en dirección de calle Catedral y que cuando logré ponerme de pie y llegar al departamento, luego de despertar a gritos al nochero para que abriera la reja, decidí echarme pisco a modo de desinfectante en una herida que tenía en la mano. Tan orgulloso estaba de toda aquella salvajada.
Había visto una película sobre la Yakuza donde el protagonista guardaba piedras en un calcetín para fabricar un arma antes de encontrarse con una gente que lo quería perjudicar. Y pensé –sin duda desquiciado- que no sería un mal método de defensa cuando tuviera que retornar a la plaza después de medianoche. Porque mi deseo era que nunca más volvier an a pillarme desprevenido.
Se bailaba cueca en esos tiempos. Los chinchineros estaban de moda. El Galpón Víctor Jara todavía funcionaba los viernes. Uno llegaba muy tarde, a veces caminando desde la Alameda por las calles más oscuras del centro, buscando derechamente lo peor. En ese tiempo el barrio ya era malo y no hacía más que visitarlo gente mentirosa y desagradecida. Los porteros del edificio olían mal (a axila, a ropa vieja, a cazuela de pollo) y el olor no se iba ni siquiera cuando abrían las puertas para el cambio de turno.
Y ahora que imagino las hordas caminando en torno al Palacio Pereira como una perpetua marcha de espectros ciegos pienso en el barrio que ya nunca va recuperarse de todos los desastres que le han acontecido. Y mientras esos endemoniados den vueltas alrededor del edificio inútilmente remodelado musitando –como revinientes- las mismas amenazas hacia los convencionales que ya han dejado de existir, no habrá otra que acumular mercadería antes de volver a fondearse.
Y escuchar el ladrido de los perros cuando vengan los apagones. Sin saber el momento preciso en que empezará la balacera.