Algunos se preguntan si en algún momento vendrá el gran miedo. Yo creo que no. Que estamos liberados de eso en particular.
La gente se comporta como si nada pasara. Habla del Apocalipsis como quien habla del precio de las botellas de pisco. Sé que la explicación no tiene ningún sustento pero siempre he creído que esto es culpa de cierta película, en su tiempo famosa, sobre el libro de las Revelaciones. El Anticristo, seguido en esta historia desde su infancia, inicia un plan para hacerse con el control del mundo y de paso con la mente de sus habitantes. Un grupo de hombres buenos (en su mayoría sacerdotes) logra finalmente detener esta perversa planificación, luego de una dura labor y costa de la pérdida de buen número de vidas.
Si alguna vez el Fin del los Tiempos importó poco, gracias a la película terminó importando todavía menos. Eso quizás por el exceso de confianza, algo jesuítica, que sobredimensionaba el poder de la Iglesia a la hora de conjurar un complot de esta naturaleza. Teniendo en cuenta que todo el trabajo del Anticristo y de sus secuaces había sido desbaratado con mínimos daños colaterales, uno podía ver pocas señales de peligro en las profecías cuyo cumplimiento quedaba todavía pendiente. Y de paso olvidarse del asunto.
Pero mientras el pueblo entraba en masa a lo que los especialistas llaman el proceso de secularización, en mi casa se mantenía con entusiasmo la creencia en el Arrebatamiento animada por la fe de mi padre, no tan cercana al pentecostalismo pero tampoco tan lejana. La idea de que los elegidos serían arrebatados por Dios en algún momento de su segunda venida me parecía de alguna forma razonable, toda vez que los beneficiados habían hecho grandes esfuerzos por alejarse del pecado. Eran una suerte de jansenistas en medio de esta época corrupta. Quizá los gobiernos de la Concertación deberían haber terminado así, al modo milenarista, con la elevación al cielo de muchos hombres buenos –como los de la película- en presencia de todos los que debían seguir acá, en este mundo irreversible y carente de épica. No hubiera sido un mal final. Pero no se dieron las cosas.
La gente, más desconsiderada que nunca, ha hecho lo imposible por obviar estos aspectos. Y lo ha hecho bien sin duda.
Sin embargo todavía me extraña lo que le pasó a ese hombre. El que vivía en la propiedad que colinda con el patio de mis padres. Un día decidió sacar un palqui de raíz y horas después agonizaba, con la cara y las extremidades podridas y la falla de múltiples órganos. Siempre dijo que le rezaba al diablo. Pensé que la erradicación del árbol le había quitado toda protección contra las fuerzas que el mismo adoraba. Sin esta última barrera las fuerzas oscuras podían hacer con él lo que se les antojara. Posiblemente lo sucedido se relacionara además con una respuesta sistémica a alguno de los múltiples alérgenos que deben haberse liberado al acometer una tarea tan innecesaria. El proceso fue rápido –y a su manera terrorífico– por todo lo que se comentaba sobre las creencias de ese vecino temerario.
La última vez que visité a mis padres me quedé buen rato en el patio. Se escuchaban voces del otro lado, donde alguna vez estuvo el palqui. Había una especie de fiesta. Un hombre hablaba de un modelo de piscina armable. Una hora después seguía hablando de lo mismo. Luego pusieron música. Había niños. Se escuchaba algunos chapoteos dudosos.
Todo temor por lo que le había pasado al padre había desaparecido hace rato. En este punto es donde suelo equivocarme. Yo había imaginado una escena donde los descendientes del pretendido brujo están agazapados en un páramo inhóspito, donde no es de día ni de noche, atormentados por la culpa del progenitor. Muestran un aspecto cadavérico, el pelo grisáceo, la mirada enloquecida por el egoísmo. Como en un aguafuerte de Goya. Gitanos o hechiceros empobrecidos, sin destino alguno luego del trauma de la orfandad.
Pero todo eso es absurdo. La culpa verdadera, la escena casi en blanco y negro que debería transcurrir al otro lado de la pared que separa ambos patios, incluso los fantasmas que podrían merodear en el sitio de la tragedia. Todo es una ridiculez. Hay que darse cuenta que es verano. La gente toma cerveza cada vez que puede. Y de todo precio. Hay ruido ininterrumpido de fuegos artificiales durante la noche. Hace poco un asesino serial se paseaba por el bandejón de la Alameda haciendo de las suyas. Luego volvía a la Villa Portales a dormir. Se queman iglesias y los manifestantes celebran como en la fiesta de las fallas. Los cortejos fúnebres de los narcos sólo son seguidos desde el cielo por drones espías. La plaga se ha vuelto cada vez más poderosa y enigmática.
Cuando el hombre murió de esa manera –envenenado por la naturaleza- todavía quedaba alguna noción de espanto entre los habitantes cercanos como para que la historia de su culto infame permaneciera después de su funeral. Años después su hijo insistiría en forzar a todo el vecindario a escuchar su música delincuencial luego de hablar toda una tarde, y con dedicación, sobre un modelo de piscina armable del que se sentía orgulloso. Así es el ocaso por acá, sin culpa ni temor.
Los jesuitas que evangelizaron estas tierras, tan cercanas al Hogar de Cristo, nunca hablaban de eso. Hubo uno que incluso vaticinó en una homilía la apropiación de los supermercados por el pueblo necesitado, pero no los incendios que luego vendrían. Ese era el punto, la liberación del miedo hasta llegar a las últimas consecuencias. Eso finalmente, la Liberación.
Quizá el paso siguiente –y no del todo extraño luego de despojarse de tanta cadena- hubiera sido una nueva expulsión de la Compañía, como se hacía en el pasado cuando las circunstancias así lo requerían.
Podría haber sido. Pero es tarde. Ya es verano. La música ensordecedora sube por las paredes y los techos. En los locales cercanos venden cerveza de todo precio. No es tiempo.