Voy a pasar la navidad en solitario. No es primera vez que me ocurre. En general, en mi adultez nunca tomé muy en cuenta esta fecha y en varias ocasiones la enfrenté según la dinámica innata de lo familiar, pero en otras oportunidades me tocó estar en estado de abandono en algún pueblo de mierda, solo y alejado de los centros urbanos legitimados. Recuerdo haber pasado dicha festividad con algún amigo o vecino que no podía soportar que uno diera lástima y me invitaban a pasarlo con ellos, como que se apiadaban de uno. Familiarmente nunca fue una fecha fácil, quizás por ese síndrome abandónico que a uno lo persigue. Por eso trato de que sea como un día cualquiera, y obviamente no lo es; pero siempre insisto, inconscientemente, hasta donde eso es posible, en pasarla por alto. Casi siempre fracaso por la omnipresencia de la fecha. Esta vez, dada la pandemia y la distancia social, y geográfica, es muy difícil enfrentar estos ritos familiares y colectivos, lo que tácticamente es muy conveniente. Al final uno aprende a obviar el acontecimiento negociando o haciendo alianzas.
Y después de muchos años de enfrentar la fecha, recién me doy cuenta de lo duro que ha sido y que debe ser este evento para las madres, en la dimensión que esto tiene de dueñas de casa, todo lo que hay que planificar, no sólo pensando en una cena, sino en juntar a la familia o lo que queda de ella. Es todo un diseño que supone muchas llamadas, reuniones y lobby. Y el único objetivo es juntar al grupo, y no herir a nadie, evaluando daños y muchas veces usando el año nuevo en la negociación (el pendejerío suele pasar la cena navideña en la casa familiar y el año nuevo con sus cómplices). Lo que tengo claro es que me esmeraré en cocinarme algo rico y entretenido, y me acostaré temprano.
Y mientras trataba de resolver una de las dimensiones más notables de la fecha, la compra de regalos, monté en mi bicicleta focalizado en esa tarea. Y por el camino me dio por contar la cantidad de población sin mascarilla que me iba encontrando por la calle. Era mucha la gente que no la usaba, más aún, había desafío en su actitud. Me imaginé que la navidad se les aparecía como una agresión o como algo desagradable en este contexto pandémico. Mi antena paranoica me anunció que muchos de ellos andaban arrastrando el poncho, que esperaban a que alguien les llamara la atención para reaccionar con violencia. El más intimidante y agresivo venía fumando, y era joven, con un corte de pelo tipo huachiturro, incluso tiró un escupo de choro para patentar su actitud. Y al rato me entero de que el mismísimo que ocupa la Moneda se exhibía odioso y subversivo en la playa sin máscara. Ya sabemos de su patología, o parte de ella, que consiste en subvertir el orden y la ley, además del desprecio contra los desposeídos.
Recordemos que es la infancia la población más protagonista del evento navideño -aunque sea por cuestiones de mercado-, y es duro cuando la escasez ronda el ambiente celebratorio. Además, no olvidemos que la historia del pesebre y de los reyes magos es buena como construcción mitológica y legendaria, y siempre hay un correlato audiovisual que te la recuerda. El relato navideño no es tan asqueroso, como el relato del fin de año y el playero que le sigue, y ni hablar del dieciochero, criminal y perverso. El niñito Jesús tiene algo de peso simbólico, pero con el descrédito de la institucionalidad católica tampoco se puede sostener como festividad religiosa. No puedo evitar citar a un vendedor de helados York, típicos de Valpo, que le comentaba a una señora que el diablo estaba haciendo muy bien su trabajo.
Al final fracasé en el intento de comprar regalos, porque vivo en un barrio que no es muy comercial o quizás porque no tengo la experticia en ese campo, me confundo con las ofertas y las demandas. Lo peor es que no encontré el libro que andaba buscando. Y voy a tener que cambiar radicalmente de estrategia.
Este será el peor año de muchos, aunque para los que somos radicalmente fóbicos, no ha sido tan malo, porque hemos mantenido a la gente a distancia y no hemos estado obligados a darle la mano a nadie, lo que siempre me ha parecido insoportable.