Hay quien tiene la palabra de Dios y quien tiene canciones de consuelo para quienes han perdido a un ser querido. A mí, si consigo reunir el valor necesario, me gustaría dirigirme directamente a los muertos de septiembre. A esos hijos de antepasados nacidos en todos los continentes del planeta: Asia, Europa, África, América; nacidos de antepasados que llevaban falda escocesa, obi, sari, guelé, sombrero de paja de ala ancha, kipá, pieles de cabra, calzado de madera, plumas y pañuelos para cubrirse el pelo. Pero no me gustaría decir una sola palabra hasta haber dejado a un lado todo lo que sé o pienso sobre los países, la guerra, los dirigentes, los gobernados y los ingobernables; todo lo que sospecho sobre las corazas y las entrañas. Primero me gustaría refrescar la lengua, abandonar recursos forjados para conocer el mal: gratuito o estudiado; explosivo o siniestro aunque discreto; da igual que surja de un apetito o de un hambre saciados; de la venganza o de la mera compulsión que lleva a ponerse en pie antes de derrumbarse. Me gustaría purgar mi lenguaje de hipérboles, de su impaciencia por analizar los niveles de crueldad; por clasificarlos, por calcular su categoría superior o inferior entre otros de su especie.
Hablar con los destrozados y los muertos resulta demasiado difícil con la boca llena de sangre. Es un acto demasiado sagrado para pensamientos impuros. Y es que los muertos son libres, absolutos; no se dejan seducir por el bombardeo.
Para dirigirme a vosotros, a los muertos de septiembre, no debo acogerme a una falsa intimidad ni hacer gala de un corazón tumultuoso, apaciguado justo a tiempo para las cámaras. Debo ser firme y debo ser clara, consciente en todo momento de que no tengo nada que decir: no hay palabras con más garra que el acero que los comprimió contra sí, no hay escrituras más antiguas ni más elegantes que los átomos añejos en que os habéis convertido.
Y tampoco tengo nada que ofrecer, más que este gesto, este hilo tendido entre vuestra humanidad y la mía; quiero abrazarlos con todas mis fuerzas y comprender, como comprendisteis vosotros cuando vuestra alma fue expulsada de su receptáculo carnal, la inteligencia de la eternidad: el don de una liberación sin cortapisas que desgarra las tinieblas de su toque de difuntos.
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LA FUENTE DE LA AUTOESTIMA
Toni Morrison
Editorial Lumen,
464 páginas, 2020