El Perro Vagabundo fue una cantina de San Petersburgo donde durante un par de escasos pero intensos años previos a la Revolución se dejaban caer, varias noches a la semana, figuras como Anna Ajmátova, Vladímir Mayakovski, Serguéi Prokófiev y Osip Mandelstam. Este libro editado en Valdivia por Ediciones Universidad Austral (compilado y traducido por Jorge Bustamante García) cuenta la historia, toda una leyenda de la cultura del siglo XX, a través de ensayos, semblanzas y memorias de escritores de ese mundo sobre otros escritores de ese mundo: Ajmátova sobre Alexandr Blok y Boris Pasternak, Maiakovski sobre Esenin, Isaac Bábel sobre Gorki, Ilyá Ehrenburg sobre Marina Tsvetáieva, entre varios otros protagonistas de la Edad de Plata de la literatura rusa. Acá, un adelanto extraordinario de este libro que ya llega a librerías: los recuerdos de Konstantín Paustovski sobre Isaac Bábel, el autor de los inmortales relatos de Caballería roja.
EL SÓTANO DEL PERRO VAGABUNDO
Selección, notas y traducción del ruso:
Jorge Bustamante García
Ediciones Universidad Austral de Chile
Valdivia, 2020, 178 páginas
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ALGUNAS PALABRAS SOBRE ISAAC BÁBEL
Por Konstantín Paustovski
La primera impresión es siempre muy importante. Se considera, por lo general, que es la más decisiva. Estamos convencidos que a pesar de que cambiemos de opinión sobre una persona, da igual, porque tarde o temprano regresaremos a la primera impresión. La creencia en la primera impresión no se puede explicar con nada, a excepción del convencimiento que ponemos en nuestra propia agudeza y percepción. En mi vida, a menudo, he comprobado esta “primera impresión”, pero siempre con un éxito variable. Con frecuencia la primera impresión nos plantea adivinanzas socarronas.
Mi primer encuentro con Isaac Bábel ocurrió en circunstancias un tanto misteriosas y de admiración de mi parte. Tuvo lugar en 1925, en los alrededores de Odessa, en un paraje conocido como la Fuente del Medio. Al occidente de Odessa, a lo largo de muchos kilómetros de la costa, se extiende una franja de jardines viejos y casas de campo. A todo este lugar se le conoce con el nombre de las Fuentes (la Pequeña, la del Medio y la Gran Fuente), aunque no exista ninguna fuente allí. Y parece que nunca la hubo.
Ya por aquel tiempo ellos llegaban en grupos enteros desde la ciudad para “ver a Bábel”, lo que producía en el escritor estremecimientos e indignación.
Toda la franja de las Fuentes estaba dividida en estaciones (por el número de paradas del tranvía), desde la primera hasta la estación 16. En la novena estación, para el verano, yo quitaba la veranda en la casa de campo. Muy cerca, al otro lado del camino, vivía Bábel con su mujer, la bella pelirroja Eugenia Borisovna y su hermana Meri, a quien todos llamaban cariñosamente Merita.
Merita, “hasta lo imposible”, como dicen en Odessa, era parecida al hermano y resignadamente cumplía todos sus encargos. Y Bábel le asignaba muchos, de los más diversos, desde pasar en limpio sus manuscritos en la máquina de escribir hasta la brega con sus admiradoras y admiradores inoportunos y descarados. Ya por aquel tiempo ellos llegaban en grupos enteros desde la ciudad para “ver a Bábel”, lo que producía en el escritor estremecimientos e indignación.
Bábel había regresado recientemente de la Caballería Roja, donde había prestado servicio como combatiente raso, bajo el nombre de Liutov. Sus cuentos ya se habían publicado en muchas revistas como “Anales”, “Lef”, “El Erial Rojo” y en periódicos de Odessa. Lo asediaba una multitud de jóvenes literatos de esa ciudad. Y lo irritaban tanto como sus admiradores.
La gloria iba de su lado. Ante nuestros ojos Bábel se convirtió en un preceptor literario y, al mismo tiempo, en un sabio imprescindible y burlón.
A veces Bábel me llamaba para comer en su casa. Con todas nuestras fuerzas lográbamos cargar una inmensa cazuela de aluminio con papilla líquida. A la cazuela Bábel la llamaba “el patriarca”, y cada vez, cuando aparecía, sus ojos brillaban carnívoramente.
De igual forma le brillaban cuando me leía en voz alta en la playa versos de Kipling, o “Mi pasado y mis ideas” de Herzen, o el cuento del escritor alemán Edshmid, “La duquesa”, que cayó en sus manos misteriosamente. Era un relato sobre el ahorcamiento por pillaje del poeta francés medieval Francoise Villon y sobre su trágico amor por una monja duquesa.
A Bábel también le gustaba leer el poema de Arthur Rimbaud “El barco ebrio”. Leía magníficamente estos versos en francés, los leía con empeño, fácilmente, como zambulléndose en sus frases estrafalarias, como estrafalario era el flujo de las imágenes y comparaciones.
-A propósito -acotó una vez Bábel-, Rimbaud fue no sólo un poeta, sino también un aventurero. Comerció en Abisinia con colmillos de elefantes y murió de una enfermedad propia de los elefantes. En él había algo que lo emparentaba con Kipling.
-¿Qué?- pregunté yo.
Bábel no contestó de inmediato. Sentado sobre la arena caliente, lanzaba al agua guijarros achatados.
Nuestra ocupación preferida en ese tiempo era lanzar guijarros, entre más lejos mejor, y escuchar cómo penetraban en el agua produciendo un sonido parecido al descorche de una botella de champaña.
-En la revista “Satiricón” –dijo Bábel sin ninguna relación con lo que había comentado antes- publicó el talentoso poeta satírico Sacha Chorni.
El verdadero apellido de Chorni era Glikberg. Lo recordé porque habíamos acabado de lanzar guijarros al mar y porque en uno de sus poemas escribió: “Existe también la isla de la soledad del pensamiento. Se valiente y no temas descansar en ella. Allá las peñas sombrías resaltan sobre el mar, es un lugar donde se puede pensar y lanzar piedritas al agua”.
Observé al cabo de un rato a Bábel. Se sonreía tristemente.
Muchas veces gritaba con irritación contra sí mismo. “¿Con qué se sostienen mis cosas? ¿Con cuál cemento? Se desmoronan en el primer golpe”.
-Sacha Chorni era un judío tranquilo –dijo Bábel-, yo también fui así en un tiempo, cuando todavía no escribía. Entonces no entendía que la literatura no se hace ni con tranquilidad, ni con timidez. Se necesitan dedos tenaces y nervios templados, para arrancar de la propia prosa, incluso con sangre, los fragmentos más superfluos, pero que tal vez sean los más amados por ti… Es lo más parecido a una autoflagelación. ¡Para qué me metí en este penoso asunto de la escritura! Yo podría haberme ocupado, como mi padre, de maquinaria agrícola, de trilladoras y máquinas flotadoras Mak-Kormik. ¿No las ha visto usted? Son hermosas y exhiben elegantes colores. Hasta puedes escuchar cómo susurra el trigo seco en sus cedazos. Pero en lugar de todo esto, ingresé en el Instituto de Psiconeurología sólo para vivir en Petrogrado y emborronar cuentitos. ¡La escritura! Soy asmático crónico y ni siquiera puedo gritar como debiera ser. Y el escritor no debe musitar, sino hablar con toda su voz. Creo que Maiakovski no farfulló y Lérmontov de manera sencilla dio una bofetada con sus versos a los descendientes “de la conocida ruindad de los padres glorificados…”.
…Para mí es difícil escribir sobre Bábel.
Han pasado muchos años desde que lo conocí en la Fuente del Medio, pero hasta el presente él me parece, tanto como en el primer encuentro, una persona demasiado compleja, que todo lo ve y todo lo comprende.
Esta circunstancia siempre me cohibía en nuestros encuentros. Me sentía como un niño que temía sus ojos risueños y su burla mortal. Sólo una vez en la vida me decidí a pedirle una “apreciación” de unos de mis manuscritos, el relato “El polvo de la tierra”.
Gracias a Bábel me tocó escribir este relato dos veces, puesto que él perdió el único ejemplar. (Desde aquellos tiempos me ha quedado la costumbre, al terminar un libro, de destruir los borradores y dejarme una copia pasada a máquina. Sólo así tenía la sensación de que el libro estaba realmente acabado, era una sensación de bienestar que duraba, desafortunadamente, no más de algunas horas).
Con desesperación comencé a escribir este relato por segunda vez desde el principio. Cuando lo acabé de escribir (fue un trabajo pesado e ingrato), ese mismo día Bábel encontró el manuscrito. Me lo entregó, pero Bábel no se comportaba como acusado, sino como acusador. Comentó que la única virtud de este relato era que había sido escrito con pasión contenida. De inmediato me mostró fragmentos marcados con tinta oriental, de “alajú”, como él se expresaba. Y ahí mismo me riñó por un error en una cita de Esenin.
-De muchas palabras de Esenin duele el corazón -dijo enojado-. No se puede tener una relación tan descuidada con las palabras del poeta, si usted se considera un prosista.
También me es difícil escribir sobre Bábel porque yo escribí mucho sobre él en mis libros autobiográficos. Me parece que lo he agotado, aunque por supuesto no sea cierto. En diferentes momentos me acuerdo de todas las nuevas conversaciones que tuvimos y de los diferentes sucesos de su vida.
Leí los primeros relatos de Bábel en sus manuscritos. Estaba sorprendido con la situación de que las palabras de Bábel, semejantes a las palabras de los clásicos, a las palabras de otros escritores, eran más consistentes, más maduras y pintorescas. El lenguaje de Bábel sorprendía o, mejor, encantaba por su singular frescura y concisión. Este hombre veía y escuchaba la vida con una novedad tal, para la cual nosotros estamos incapacitados.
Bábel sentía repugnancia por la verbosidad. Cada palabra que sobraba en la prosa le despertaba sencillamente un rechazo físico. Limpiaba de los manuscritos las palabras sobrantes con tal empeño, que el lápiz rompía a veces el papel.
Para Bábel un estado frecuente era el del horror ante los plazos duros de los editores… hacía lo que fuera necesario: engañar, esconderse en algún hueco absurdo y sordo, con tal de que no lo pudieran encontrar, ni molestar.
Bábel nunca decía “escribo”, para referirse a su trabajo. Decía “compongo”. Y al mismo tiempo, a menudo, decía que no tenía talento para componer, que le faltaba imaginación. Y la imaginación, según sus propias palabras, era el “dios de la prosa y la poesía”.
Pero aunque fueran muy reales, a veces los héroes de Bábel, todos los ambientes y todos los casos descritos por él, todo lo “babeliano” sucedía en un mundo un tanto desplazado, otras veces casi inverosímil e incluso anecdótico. De la anécdota, él sabía hacer una obra maestra.
Muchas veces gritaba con irritación contra sí mismo. “¿Con qué se sostienen mis cosas? ¿Con cuál cemento? Se desmoronan en el primer golpe. A menudo comienzo desde la mañana a describir lo nimio, el detalle, la particularidad, y hacia la tarde esta descripción se convierte en relato bien estructurado”.
Él mismo se respondía, al asegurar que sus cosas se cimentaban sólo en el estilo, pero no sin reírse de sí mismo: “¿Quién creerá que el relato puede vivir sólo del estilo, sin contenido, sin argumento, sin intriga? Es pura tontería”.
Bábel escribía lentamente, siempre prolongaba, se tardaba en entregar los manuscritos. Por eso para él un estado frecuente era el del horror ante los plazos duros de los editores y el deseo de arrancarles al menos unos días más, aunque fuera unas horas más, para sentarse ante el manuscrito y corregir y corregir sin prisas, sin interferencias. Para conseguirlo hacía lo que fuera necesario: engañar, esconderse en algún hueco absurdo y sordo, con tal de que no lo pudieran encontrar, ni molestar.
Durante un tiempo Bábel vivió en Zagorsk, cerca de Moscú. Su dirección no la daba a nadie. Sólo era posible verlo después de complicadas negociaciones con Meri. Sin embargo, Bábel me invitó una vez a Zagorsk. Sospechaba que ese día podía llegar de improviso cierto redactor y en seguida se fue conmigo a una antigua ermita abandonada.
Allí nos escondimos hasta que no pasaron todos los trenes peligrosos de Moscú, en los que podría llegar el redactor. Bábel todo el tiempo se reñía con la gente cruel y poco perspicaz, que no dejaba trabajar. Después me mandó a explorar si había pasado el peligro del redactor, o si todavía era necesario esconderse. El peligro no había pasado y nos quedamos sentados en la ermita mucho tiempo, hasta el crepúsculo violáceo.
Siempre consideré a Bábel un auténtico sureño, del mar Negro y Odessa, y me sorprendí en secreto cuando dijo que el crepúsculo en la Rusia del centro era la mejor hora del día, la hora más “encantadora” y transparente, cuando se posan en el aire más tierno las sombras apenas perceptibles de las ramas y en el borde de los bosques, inesperadamente, como siempre, surge la estrechura del mes. Y en algún lugar, lejos, retumba el disparo del cazador.
-Por alguna razón,- advirtió Bábel,- todos los disparos vespertinos nos parecen muy lejanos.
Bábel recordó que no muy lejos de Zagorsk se encontraba la finca de Shajmátovo, donde vivió Blok y se refirió al poeta como un “peregrino encantado”. Yo me alegré. Este calificativo caracterizaba asombrosamente a Blok. Blok llegó a nosotros desde un lugar encantado y nos condujo al jardín sonoro de su poesía triste y genial.
Ya por entonces, incluso para las personas no versadas en literatura, estaba claro que Bábel había aparecido en ella como un vencedor e innovador, como un maestro de primer nivel. Aunque quedaran para la posteridad al menos dos de sus relatos –“Sal” y “El despertar”-, serían testimonio de que el movimiento de la literatura rusa hacia la perfección es tan estable, como en los tiempos de Tolstói, Chéjov y Gorki.
Por todos los indicios, incluso por el “ritmo del corazón”, como solía decir Bagritski, Bábel fue un escritor de un talento enorme y generoso. Al principio de este escrito conté sobre mi primera impresión al conocerlo. Por esa primera impresión era imposible decir que Bábel fuera un escritor. Parecía privado completamente de las cualidades comunes de un escritor: no había en él ni una gota de pose, ni conversaciones demasiado intelectuales, y tampoco era bien parecido. Sólo los ojos delataban al escritor: agudos, podían atravesarlo a uno quemándolo, y podían ser al mismo tiempo tímidos y burlones. También una tristeza silenciosa e intranquila, en la que caía de vez en cuando, desenmascaraba en él al escritor.
El hecho de que Bábel entrara tan impetuosa y decididamente en nuestra literatura, se lo debemos en parte a Gorki. En respuesta Bábel tenía hacía Gorki un aprecio decidido, como el de un hijo hacia el padre.
Es difícil acostumbrarse a que Bábel ya no está entre nosotros, que algún trozo de plomo rompió su corazón y que para siempre se apagó aquel festín asombroso de riqueza vital y poesía que vivía en este ser amable.
…Casi todo escritor recibe una hoja de ruta de algún colega mayor. Yo considero, por ciertas razones, que ella me fue dada, entre otros, por Isaac Bábel, y por eso conservaré hasta mi última hora mi amor por él, mi admiración por su talento y mi gratitud amistosa.