No es fácil soportarse a uno mismo y este tiempo pandémico obliga a soportarse a uno mismo y no hablo o no sólo hablo del encierro sino sobre todo del uso obligatorio y cargante de mascarilla en las calles que te enfrenta a tu propio aliento de una manera salvaje a la que nadie está acostumbrado y que es comparable a oír la propia voz en una grabación pues la extrañeza que experimentamos en uno y otro caso tiene que ver con un acceso inaudito al interior propio pero que en el caso del aliento es repetidamente intenso y repulsivo y a la vez adictivo porque inhalamos y sabemos que inhalamos la exhalación de ese aire que nos hace estar vivos y que es lo único que al fin y al cabo tenemos para arrojarle al mundo: nuestro hálito, aliento, soplo, resuello, tufo.
La mascarilla te enfrenta a tu propio aliento de una manera salvaje, en muchos casos dramática.
Más encima, la mascarilla y el aliento unidos empañan los lentes. Hay buenos trucos, como lavarlos previamente con jabón, lo que en cierta medida bloquea el efecto vaporización, pero a la larga se empañan igual. Hace una semana o dos –imposible saberlo bien– salí a caminar y lo que vi fue una ciudad enrarecida y fantasmagórica porque mis anteojos se empañaron desde que salí de la casa y si me los quitaba en vez de empañado veía borroso, y si me los ponía en vez de borroso, empañado, y entre lo borroso y lo empañado vislumbraba motos y bicicletas apertrechadas con grandes y fluorescentes bolsones de reparto de comida y de fondo sonoro los motores de micros y motos y el acento inconfundiblemente no chileno de la mayoría de esos repartidores que desde Caracas, Maracaibo, Bogotá o Antioquia trajeron nuevo y libidinoso aliento al refunfuñado castellano local.
La mascarilla y el aliento empañan los lentes. Y al salir o ves empañado o ves borroso.
Decía que estos tiempos lo enfrentan despiadadamente a uno con uno mismo partiendo por el aliento: olerse a uno tanto rato seguido cada vez que se debe salir supone una experiencia fuerte, en muchos casos dramática: de partida porque nadie, ni los más amantes de los amantes, ni los más desprolijos dentistas, respiran a nadie sin pausa durante horas y horas. Y cuando algo parecido a eso sucede es a otro a quien se inhala, nunca a uno mismo, ni siquiera en casos del más rudo hipo o reflujo. Y olerse a uno, pasada la primera incomodidad o asfixia y un posterior deleite inconfesable, deviene una experiencia de asombro casi hipnótico, como si de una sesión de avanzada meditación o sicoanálisis se tratase, aunque más bien cabría hablar de fisio-análisis, un encuentro con lo que más verdaderamente somos, lo orgánico, el vaho de nuestros órganos y glándulas y tripas y sangre y material intestinal y gases varios. Y vérnoslas con eso día tras día y en dosis sostenidas y espesas es un buen modo de captar lo que el mundo está viviendo, enfrentándose el planeta a sí mismo, debiendo oler su podredumbre, que en el fondo somos nosotros, la hediondez de su cuerpo excedido, envejecido, maltratado.