El año pasado Negocio redondo (2001) no apareció en ningún recuento de las mejores películas chilenas de las últimas dos décadas. En el mundo de las mediciones y las recaudaciones, nunca se ha puesto adelante en la fila ni exigido un lugar en el panteón de las obras inadvertidas, incomprendidas, o cualquiera de esos adjetivos pronunciado por los creadores que aseguran que el público no tuvo la madurez de entenderlos en su contexto. Como su misma historia, la película simplemente no grita, no pide un puesto en la cola y en esta tónica se deja encontrar en youtube al primer intento. Sin misterios ni aspavientos.
Un ramillete de chuecos, abusadores, pilluelos y corruptos de poco tonelaje que buscan aprovecharse de la impericia.
En el pueblo de Cunco, a sesenta kilómetros de Temuco, una anciana muere y un hijo ingrato llega desde la capital a su pueblo natal para enterrar a su madre. El Negro Torres, protagonista de la historia y personificado por Sergio Hernández, se encuentra en el velorio con dos amigos de infancia (el chico Mario y el guatón Molina) que lloran más a la finada que el mismo hijo. El chico Mario —hecho a la medida de un descollante Lucho Dubó— parte interpelándole al Negro los años de distancia con una naturalidad conmovedora. ¿Quince? Algo así. Como se corre la noticia de que el Negro pagó el funeral en efectivo, esa misma noche los amigos le ofrecen viajar a la costa en la destartalada Chevrolet del Guatón Molina (Emilio García), comprar sacos de mariscos y venderlos durante Semana Santa en este pueblo sin mar. El Negro acepta, pero redobla la apuesta. Y aunque en principio solo lo moviliza su calculadora de bolsillo, el viaje lo enfrentará a un espiral de imprevistos sentimentales que lo desconcertarán hasta desconocerse y ensimismarse.
La relación del Negro con ambos se agita entre la distancia cordial y la desconfianza de un tacaño. Los intercambios entre ellos rara vez se completan sino se extravían, ramifican o diluyen en una súbita discusión. Y la hilaridad emerge en los discursos técnico-capitalistas del Negro, un comerciante menor de Santiago que expone —con un marcado seseo— una aparente sapiencia respecto a los nortes de la optimización empresarial. Ambos escuchan boquiabiertos o suspicaces una madeja de conceptos —margen de ganancia, imagen corporativa, la retina del cliente— que terminan estrellándose en el ventanal de un mundo túrbido y hostil que ellos no entienden cómo enfrentar: el comercio de mariscos.
El mundo sureño, en este caso, no se erige como un oasis de pureza o la vereda opuesta de la despiadada ética citadina, sino que abre un ramillete de chuecos, abusadores, pilluelos y corruptos de poco tonelaje que buscan aprovecharse de la impericia que el trío emana a distancia. Partieron siete sacos en la camioneta, pero no es tan spoiler contar que no todos llegarán al consumidor.
A veces las obras, como la película Negocio redondo, quedan flotando y encuentran su espacio décadas después para llevarse como un secreto placentero.
Negocio redondo —musicalizada, a todo esto, por Carlos Cabezas— es el primer largometraje del realizador Ricardo Carrasco Farfán, director y guionista asociado a cortometrajes y series de televisión como Los Patiperros, La Tierra en que vivimos y Al sur del mundo. Podemos conjeturar que en estas últimas experiencias pudo afinar su estupendo manejo fotográfico y la representación del habla sureña con todos sus desvaríos y malicias (y no estaría de más, en este aspecto, celebrar las luminosas actuaciones en la película de Aníbal Reyna, Mariana Loyola, Carmen Diza Gutiérrez y Fernando Farías). Como documentalista, en tanto, Carrasco Farfán ha tenido una extensa trayectoria en el extranjero y en Chile, filmando, entre una decena de obras, un retrato-homenaje biográfico de ese artista inclasificable, excéntrico e insolente que fue Rodrigo Maturana. Actor, titiritero, poeta, director e intérprete del monólogo más delirante e inaudito de la historia del cine chileno ejecutado magistralmente en la célebre Palomita Blanca (1973) de su amigo Raúl Ruiz.
La película obtuvo el Premio de la Crítica Internacional del Festival de Huelva, la Garza de Oro en Miami y el Premio Roberto Rosellini en Italia. Al respecto podríamos abrir el discurso de la ingratitud, de los profetas y las tierras, de cómo lo hogareño suele reconocerse más en la imparcialidad de la especialización extranjera, pero no. Mejor sería estimar cómo a veces las obras se desperdigan, quedan flotando y encuentran su espacio décadas después —a pito de nada y de ninguna efeméride— para llevarse como un secreto placentero, hondo, terapéutico. Sin instagram ni prensa ni rankings totalitarios.