La muerte está llena de lugares comunes, aún así, hay variaciones respecto de los ritos hacia ella.
Una persona muy querida está llegando al fin de sus días. Lo hace entrando y saliendo de hospitales, exámenes, agujas, sondas, agresivos tratamientos. Cada vez más debilitado, se observa que no quiere extender más esta larga despedida. La familia intenta recuperarlo sano o en mejores condiciones físicas; la naturaleza puja por finalizar un proceso iniciado hace décadas.
La muerte está llena de lugares comunes, aún así, hay variaciones respecto de los ritos hacia ella.
Muchas imágenes avanzan en mi memoria estos días. La más antigua tal vez, un angelito que velaba su familia sentado en una silla sobre la mesa en Calle San Antonio, casi al lado de mi casa. Le habían pedido a mi madre el vestido que usé en mi Primera Comunión y lo adaptaron al niño muerto. También le pusieron la toca con flores artificiales y le pintaron rubor en las mejillas lívidas. Había mucha gente, amigos, vecinos, parientes del campo que llenaban el salón, como se le llama al lugar donde se recibe a las visitas en Chiloé. Porque a los muertos de familias tradicionales, se los vela en las casas, todavía.
Otra: en la isla Quenac, un velorio lejos del poblado, en el campo al que sólo se llegaba caminando. Recuerdo la mesa grande del comedor donde estaba el cuerpo, acostado con sábanas y almohada como si fuera una cama. Alrededor, habían instalado mesones para que nos sentáramos los acompañantes de los deudos; allí se servían platos con enormes trozos de carne humeante y se comía con el cadáver al centro, mientras algunos hombres armaban el ataúd afuera. Se oían los martillos y hachas, los cubiertos y platos en el silencio respetuoso del rito comunitario. Más tarde, “bajamos” a oscuras, iluminados por lámparas petromax con el pan amasado bajo el brazo que se le reparte a cada vecino “para el camino”.
Hace un par de años participamos en una larga despedida de un tío en el sector rural de Huicha. Luego del velorio y el entierro, empezó el novenario: nueve días de oraciones que terminan con el remate de rezo, una celebración donde se mata un animal y se comparte asado con los que han estado todas las noches (en cada ocasión también se ha cenado con los asistentes) Mucha gente mayor, cría a sus animales pensando en este evento; cuando pueden amplían el salón; dejan expeditos los lugares de ingreso.
Y otra más: hace tiempo, leí en cartas al director de un periódico, el reclamo de una mujer que exponía su decepción ante las casitas de los muertos de los cementerios isleños. Éstas tenían, ahora, techos de zinc y no tejuelas de alerce que ella entendía como propia de esos lugares en que los deudos van a conversar con los suyos que no están de cuerpo presente. Se trataba de una turista que venía buscando la postal, pero claro, la compleja relación entre vida & muerte que se vive acá, desborda su instantánea. En lo personal, creo que es un gesto de renovación y consecuencia eso de cambiarle el techo a las tumbas. Si los vivos han adoptado ese material de construcción reconociendo ventajas (menos combustible, más económico y duradero) para sus propias casas ¿no resulta conmovedor que se quieran las mismas condiciones para la construcción en que descansan los restos de los suyos?
“Los muertos no pesan más de un año en los hombres del siglo XX”. Leo el verso del poeta turco NazimHikmet y siento la distancia cultural. A pesar de cuánto ha cambiado la forma de vivir en Chiloé y de cómo la vida citadina, la falta de espacio, la urgencia cotidiana, ha transformado las formas de despedir a los muertos, aún encontramos signos de la buena muerte en el Chiloé profundo. Yo camino a mis muertos, dice una amiga, a propósito del largo trecho entre el lugar de despedida y el cementerio.
El poeta Gustavo Adolfo Bécquer se preguntaba en las Rimas: ¿Quién, en fin, al otro día,/cuando el sol vuelva a brillar, /de que pasé por el mundo, /quién se acordará? Mis nietos ya han empezado a participar en los almuerzos del domingo en casa de sus bisabuelos donde muchas veces el tema central son las aventuras de mi propio abuelo Rupe, muerto el año 1954. Nuevamente presente en la mesa y en el vivir cotidiano a pesar de que muchos de los que estuvieron en su rezo y los rezos de los años siguientes ya no están.
En las palabras, en el relato, en la memoria, se vuelve a vivir una y otra vez.