Leer Ciudadanos, la desconcertante crónica de la Revolución Francesa de Simón Schama, en clave del estallido social chileno no sólo le hace un flaco favor al movimiento -beneficiando de paso y con argumentos mañosos el discurso de la reacción- sino que significa un error por donde se le mire. Es una forma de aventurerismo intelectual.
El autor, al menos en parte, es responsable de una lectura así. A cada paso no deja de dar claves anticipatorias de los grandes movimientos revolucionarios del siglo XIX y XX, con sus vanguardias iluminadas y endemoniados incluidos.
Desde un inicio deja claro que está hablando de una tragedia y de sus protagonistas. El gran logro de la Revolución Francesa es el advenimiento de un pueblo en armas. El proceso de conquista de Europa –la expansión de los ideales revolucionarios y el cobro material por trasladar la libertad a pueblos vecinos oprimidos- viene por añadidura en esta historia. Ni el cambio radical de gobierno ni la rápida claudicación de la monarquía de Luis XVI y menos el proceso constituyente que sucede al fracaso de los Estados Generales, significaron una mejoría de las condiciones de vida del pueblo francés. Muy por el contrario. La crisis económica del Antiguo Régimen -la miseria, las hambrunas, la constante humillación que padecía gran parte de la población francesa- no recibió solución por la vía de las sucesivas reestructuraciones del Estado, ni antes de la decapitación del rey ni después. Escribe Schama: “la relación del hambre con la ira hizo posible la Revolución; pero también determinó que la Revolución estallara a partir de expectativas excesivamente hinchadas.”
Los revolucionarios y sus sucesivas administraciones, tradujeron el aprendizaje de la obra de Rousseau en una idea de superioridad moral que les permitía intervenir la contingencia -cambiar el mundo- con toda la violencia necesaria. Las primeras decapitaciones vinieron poco después de la toma de la Bastilla, sin que se hubiera inventado siquiera la guillotina.
A Luis XVI le tocó ser culpable y exacerbar su culpa incluso después de perder toda posible injerencia en el curso de los acontecimientos. Fue un rey de personalidad pusilánime y naturaleza inútil, cuyo modus operandi habitual fue descrito de manera precisa por su hermana Madame Elisabeth: “el rey está retrocediendo (…). Siempre teme cometer un error. Una vez que se le pasa el primer impulso, solo le tortura el temor de haber cometido una injusticia (…), me parece que tanto en el Gobierno como en la cultura uno no debe decir ´lo quiero así”, antes de estar seguro de que lleva razón; pero, una vez que lo ha dicho, nunca debe apartarse de lo que ha ordenado.”
Es de este modo como tramita la crisis desde un principio y se aproxima inexorablemente a su muerte. Aquí viene el aventurerismo. O sea, mi propio error al comparar estas situaciones. La similitud de su personalidad con la de nuestro presidente no ha dejado de causarme pavor y de llenarme de negros presagios.
Sobre el arte del insulto constante y sistematizado primero contra la autoridad real y sus allegados, luego contra quien sea necesario, Schama también da pistas ineludibles. Todo comienza con la costumbre de denigrar -recurriendo al relato sexual si es necesario- al monarca y a su cónyuge María Antonieta en cuanto folletín, cahier, panfleto o novela esté disponible. Degradada comunicacionalmente incluso antes del fallido intento de resolver la contingencia convocando a los Estados Generales, la pareja real ya había sido despojada de todo respeto y de toda posible autoridad. Transitaba en su ocaso premunida de poderes imaginarios, como fantasma que ya no puede decidir sobre su propia vida.
Nuevamente no puedo evitar la lectura en clave chilena. Los revolucionarios y sus sucesivas administraciones tradujeron el aprendizaje de la obra de Rousseau en una idea de superioridad moral que les permitía intervenir la contingencia -cambiar el mundo- con toda la violencia necesaria. Las primeras decapitaciones vinieron poco después de la toma de la Bastilla, sin que se hubiera inventado siquiera la guillotina. Los saqueadores, dato interesante, no corrieron mejor suerte y varios fueron ahorcados no bien el pueblo controló París.
La genealogía del totalitarismo se adivina por doquier en cada momento de este relato. Schama se gana sus propios enemigos, que duda cabe.
El proceso constituyente no trajo el pan. O sea, la solución de las múltiples demandas materiales que el pueblo le había formulado al rey cuando todo esto comenzó. Sólo se consolidó la virtud del nuevo tipo de hombre que estaba llamada a defender la patrie y la furiosa destrucción de todo lo que recordara al Antiguo Régimen. Profanación y quema de iglesias, megalómanas ceremonias de consagración de la libertad a cargo de Robespierre, teatralización de la muerte de cuanto culpable inventase el genio revolucionario. Posteriormente el asesinato masivo de poblaciones opuestas al proceso. La genealogía del totalitarismo se adivina por doquier en cada momento de este relato. Schama se gana sus propios enemigos, que duda cabe.
La violencia es el modo de producir los cambios. El discurso es viejo. La funa también. Acá el rey es juzgado por todos los pecados y delitos que ha cometido, incluida su fuga frustrada la noche de Varennes. Todos sus actos son maliciosos en su esencia y jamás pueden ser entendidos por la situación que debía enfrentar. La multitud ataca el palacio y el rey es culpable por haberlo defendido. Recibe todo tipo de amenazas y, tamaña sorpresa, se le acusa de intentar escapar.
Pusilánime, indeciso, inútil. Epítetos varios. El poder se le aleja desde un principio. Esté de acuerdo o no con una nueva Constitución su suerte está echada.
El pueblo en armas controla también la verdad y sus diversas negaciones. Por ahí va el asunto.