El debate sobre la normalidad ya está resuelto. De acuerdo al diccionario de lugares comunes escrito -mérito del progreso colectivo- a partir del 18 de octubre con el propósito de conjurar cualquier crítica posible al movimiento, el concepto se refiere a una aspiración burguesa que se opone de manera tenaz a todo cambio que pudiera favorecer al pueblo trabajador. Cuando este cambio supone el tránsito por el caos, el matonaje y la temporada de quemas, la normalidad se ve naturalmente amenazada. Y apesta. Su tono reaccionario ofende a la lucha, contradice la honestidad de la rabia acumulada, es violenta porque representa el pasivo modo en que se asumen las desigualdades, con ceguera y resignación.
Nunca volverás a tu normalidad. Un cartel pegado en la muralla de un hospital en avenida La Paz desafía a los insensatos que todavía esperan que esto se acabe pronto. Siente el olor a sangre de tu normalidad, escribe otro en la Alameda con Manuel Rodríguez. La moral revolucionaria nuevamente resuma su tono imperativo y trágico. No hay virtud sin terror, diría Robespierre. No hay modo de sacarnos del marasmo de nuestros hábitos reaccionarios si no es través de la lucha. Así es como se despierta a un país. Con gritos, a punta de patadas.
Yo sigo creyendo que no hay que mirar a huevo la normalidad ajena
No obstante la discusión ya está resuelta, yo sigo creyendo que no hay que mirar a huevo la normalidad ajena. Cuando era un niño vivía en la población Los Nogales, Estación Central, a unas cuadras del lugar donde una patrulla militar le prendió fuego a Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas de Negri. No lejos de ahí, creo que un par de años después, los lautaristas mataron a tiros a Carlos González, sargento del Orfeón de Carabineros. Me acuerdo bien de ese día. Mientras esperábamos con mi hermano en General Velásquez la micro que debía llevarnos para ir al colegio, policías de civil empezaron a detener a cualquier hombre que pasara por el lugar. Supimos en la mañana o en la tarde lo que había pasado. Era un lugar extraño. Pasaban cosas así.
De esa normalidad sí que se sentía el olor a sangre. Un vecino cuatrero sacrificaba caballos y ofrecía la carne diciendo que era de vacuno. Nunca dejó de practicar los sacrificios. Un hijo suyo continuó después la costumbre. En esa casa nunca han dejado de morir caballos. Un vendedor de ropa (camisas, jeans, prendas de temporada), que a la vez era prestamista, fue estrangulado con un cable por ladrones. Hubo rumores de que se trataba de un crimen por celos. Un compañero de juegos de la infancia, que vivía cerca del almacén que tenía mi padre, mató a un español que se dedicaba a la compra de metales y chatarra en general, posiblemente para robarle la plata que tenía escondida entre tanta basura. Afuera de ese almacén vi dos peleas a cuchillo. Recuerdo que durante el enfrentamiento las familias abastecían de armas cada vez más largas a sus propios combatientes. Recuerdo que mi padre trababa con un fierro la cortina metálica del negocio. Le pedía, acto ingenuo por donde se le mire, a los volados que cuidaran el local. Agentes de derecha intentaron quemar la parroquia de los jesuitas. En la puerta se veían los estigmas de un proyectil incendiario que no había logrado su cometido. Se cortaba la luz durante los toques de queda. Durante esas noches se escuchaban las ráfagas de metralleta. La gente tocaba tarros -rara vez una olla- en el patio de la casa, escondidos. La última vez que vi a mi prima Carolina Acevedo hubo balazos en la calle. Ella murió una madrugada de Navidad, cuando su auto chocó contra un árbol.
Alguien que recién viene conociendo la calle ha decidido juzgar la normalidad ajena. Da lo mismo la socorrida memoria. Los sufrimientos no escritos. La microhistoria. Todo da lo mismo.
Puede que esa haya sido la norma. Yo creía más que ahora en los fantasmas. Todavía la gente vieja de mi familia no se había muerto. No todos al menos. Por eso uno podía acceder de forma directa al pasado y encontrar todavía algunos amuletos. Narraciones de primera fuente. El pánico, el miedo, las cosas que callan los que se van a morir pronto. Todos estos recuerdos se volverán cada vez más inútiles. Serán como los del androide moribundo de Blade Runner, bajo la última lluvia que tocará su cabeza.
Quizá por algún motivo desconfiamos de los llamados a la destrucción. Alguien que recién viene conociendo la calle ha decidido juzgar la normalidad ajena. Da lo mismo la socorrida memoria. Los sufrimientos no escritos. La microhistoria. Todo da lo mismo. No hay otra cosa que la moral revolucionaria y su diccionario de lugares comunes. El resto apesta. Como alguna vez apestaron los muertos sin cabeza en alguno de primeros ensayos totalitarios de Occidente.