Otra vez el Puente sobre el Canal de Chacao nos convierte en noticia nacional. La única empresa que estaba a cargo de su construcción, ha amenazado con paralizar las obras en conflicto con el Ministerio de Obras Públicas y eso que este año 2020 estaba señalado como el momento de su puesta en servicio para impulsar “el progreso isleño”.
Estamos acostumbrados a este numerito, los chilotes. Era un tema de campaña, dice mi madre, venían candidatos a parlamentarios con la promesa de un puente desde que ella era niña, siempre promesas que venían desde afuera y se diluían apenas pasadas las elecciones. Pero se remonta a mucho más atrás el fenómeno: durante los primeros siglos de la Colonia, la propia corona española impidió que sus colonos se fugasen a tierra firme con amenazas de sanción y presidio. Parece que desde allí nos viene el imaginario de la tierra firme como inalcanzable, territorio del deseo, depósito de sueños. Siempre ha sido la pobreza y el abandono el mayor impulso para salir de las islas; durante décadas, por ejemplo, los hombres partían a la Patagonia argentina para trabajar en faenas de esquila y así juntar dinero para la familia. Mi propio abuelo se fue a Tierra del Fuego y nunca volvió.
Los chilenos saben que, como respuesta a una geografía fragmentada y agreste, los isleños desarrollaron una serie de estrategias de convivencia que perduran, aun cuando algunas han sufrido transformaciones propias de un proceso largo y dinámico; persisten costumbres comunitarias que se practican en Chiloé desde hace siglos y que parecen una ardiente paradoja a la hora de considerar la dispersión física, las dificultades de comunicación, el clima adverso, la fragilidad de la movilización, casi toda por vías marítimas y escasos caminos rurales.
Estamos acostumbrados a este numerito, los chilotes. Era un tema de campaña, dice mi madre
Parecido a los cerros que van perdiendo altura, así el chilote se hunde en la humildad y el desamparo; permanecen en los canales como eternos oteadores del mar interior, evitando el riesgo de internarse en el océano o cruzar al continente. Resguardo. Protección. Palabras que definen el carácter, las construcciones, las relaciones afectivas.
¿Es el puente lo que nos llevará al desarrollo? ¿a la orilla donde los otros llegan?
Como una tarea del Taller Literario que dirijo, salieron los chicos a preguntar primero a los suyos y luego a los vecinos si se sentían felices; mayoritariamente declararon que sí. Se han hecho numerosos trabajos en las islas pequeñas y frente a la pregunta de dónde les gustaría vivir y cómo, los mayores responden que su entorno natural y cultural es lo que los hace felices. Algunos ejes de esa felicidad son la tranquilidad, la libertad, la belleza natural.
Entonces, ¿por qué los padres desean para sus hijos la migración? ¿por qué los profesores de las islas y los campos, que aman a sus niños, dicen “no quiero que ninguno se quede aquí”?
Tiene que ver con el choque cultural / modelos de vida. Después de la década de los setenta, pareciera que el bienestar sólo es posible de adquirirse en las ciudades, yéndose de sus lugares de origen. Sobre todo los jóvenes, dejan la ventana abierta frente a un paisaje extendido, por una casa de subsidio en los extramuros de los pueblos; se van desde un entorno donde son apreciados y queridos al anonimato, el individualismo y la competencia; parten desde su pequeña propiedad a ser parte del mundo asalariado; se van “porque en el pueblo hay muchas cosas lindas / y allí debe estar la luna” (cita de un poema de Sergio Mansilla).
Siempre se luchó contra lo adverso y hubo mecanismos para permanecer, pero en los últimos años cincuenta años la contienda se ha vuelto más desigual, demasiado poderosa. Todo atenta contra la forma de vida que nos ha hecho felices: el mar concesionado ya no es de todos ni se puede mariscar ni pescar donde uno quiera; no se puede navegar si no se cumplen las normas marítimas; no se puede vender ni intercambiar productos si no se tiene permisos municipales. El lenguaje del poder amenaza el modo de vida isleño. Se propicia la concentración en ciudades por sobre la dispersión, los únicos que tienen posibilidad de mirar el paisaje abierto desde sus casas ahora, son los ricos. Los que vienen de afuera y se están comprando las tierras que los jóvenes abandonan. Asfixia es la palabra.
Y se produce la paradoja de islas que generan mucha riqueza pero la que circula en el lugar es muy poca. Lo que circula proviene del pequeño campesino, del pescador artesanal. El antropólogo Ricardo Alvarez dice que es el pequeño productor quién subsidia al citadino: “ellos traen tesoros desde sus lugares, cultivados con técnicas ancestrales, se trata de productos ricos, exclusivos, únicos, limpios y los malvenden para comprar sus faltas como ellos dicen; van al supermercado y compran el arroz más barato, los peores productos. Vuelven empobrecidos”.
El puente no es para el habitante insular en crisis, si así fuera, se complementaría con políticas públicas que pensaran realmente en lo que los chilotes necesitan. Hace unos años, el Centro de Estudios Sociales de Chiloé rastreó la percepción de los ciudadanos de Chiloé en las diez comunas acerca de sus necesidades prioritarias y se mencionaron tres: un hospital con especialidades, una universidad estatal y solucionar la sequía y pérdida del bosque nativo. Estoy segura que ahora se agregaría el tema tremendo de la basura. No aparece el puente.
¿Es el puente lo que nos llevará al desarrollo? ¿a la orilla donde los otros llegan? ¿por qué los padres desean para sus hijos la migración? ¿por qué los profesores de las islas y los campos, que aman a sus niños, dicen “no quiero que ninguno se quede aquí”?
Poderoso caballero es Don Dinero: las enormes cifras comprometidas en la construcción del puente – ya lo sabemos – servirían para resolver nuestros problemas de conectividad interna y los problemas identificados como fundamentales. Pero no. El puente aún inexistente está pensado para facilitar la extracción, para aumentar la fluidez del mercado empresarial.
El Canal de Chacao, simbólico cordón acuoso que nos separa del continente ha sido una suerte de defensa natural que ha permitido concentrar una cosmovisión a pesar de la precariedad; con el puente como último eslabón para terminar con una forma de entender el mundo ya no habrá más que recuerdos de una cultura particular y rica.
A ratos se asoma una mirada apocalíptica y nos parece ver a los poderosos que podrán comprar las islas despobladas y armar sus espacios de recreo alejados de las ciudades que ellos mismos han vuelto inhabitables, un mundo que – mentirosamente – nos han hecho creer que es mejor. Ya empezaron a llegar, de a poco instalan sus maneras como cerrar playas u ocupar nuestra cultura como escenografía para su costoso bienestar.